El Gobierno acaba de radicar un proyecto de reforma constitucional que derogaría una de las reglas llevadas a la Carta para implementar el Acuerdo del Teatro Colón:  consiste en excluir de la JEP, para que sean competencia de los jueces ordinarios, los “delitos sexuales contra los niños, niñas y adolescentes” cometidos con ocasión del conflicto. En consecuencia, a los responsables de esos crímenes se aplicarían las penas ordinarias y no las atenuadas pactadas con las Farc. El horror profundo que tales abusos suscitan permite conjeturar que la iniciativa que por estos días inicia su curso será muy popular. Ese respaldo fue amplio cuando una propuesta similar se incluyó en la ley estatutaria de la JEP que la Corte declaró inexequible. Este nuevo intento difiere del anterior en una dimensión importante: no se trata ahora de actuar, mediante una ley, dentro de los espacios que la norma constitucional permite, sino de modificar esta última para dejar la sentencia de la Corte sin sustento. De ordinario, esto es posible. Si quien tiene el poder de cambiar la Carta Política lo hace, hacia el futuro la Corte tendrá que fallar conforme a la nueva regla, no con base en la anterior. Me explico: una cosa es ejercer la competencia de cambiar las normas fundamentales, facultad de la que gozan el Pueblo en un referendo, una asamblea constituyente y el propio Congreso, y otra muy diferente es la de hacer prevalecer el texto constitucional frente a cualquier norma de rango inferior que le sea contraria. Esta tarea corresponde a los jueces constitucionales y se ejercita aplicando la regulación constitucional que se encuentre en vigor al momento del fallo. En aquel primer conato encaminado a excluir los delitos sexuales contra infantes y adolescentes del ámbito de la JEP, la Corte señaló que esa opción esta clausurada por tratarse de una materia que hace parte del núcleo del Acuerdo con la antigua guerrilla; sin embargo, añadió que ese Tribunal podría decidir la priorización de tales crímenes “en aras de contribuir a la pronta superación de la impunidad de estos graves hechos en el marco de la guerra”. Esto no satisface el sentido de justicia del Gobierno y (es seguro) de muchos ciudadanos. Por eso se intenta una cirugía radical: privar de competencia a la JEP con relación a esos delitos, lo cual necesariamente comporta una reforma constitucional. Este propósito tropieza con dos escollos tan grandes como Hidroituango. El primero proviene de una regla que se introdujó en la Constitución por iniciativa del pasado Gobierno: “Las instituciones y autoridades del Estado tienen la obligacio´n de cumplir de buena fe con lo establecido en el Acuerdo Final...”. Su intangibilidad -se añadió- deberá preservarse “hasta la finalizacio´n de los tres periodos presidenciales completos posteriores a la firma del Acuerdo Final”. De este modo, el Congreso, por iniciativa del Gobierno y con el respaldo de la Corte, se autodespojó de la potestad clarísima de modificar la Constitución en ciertas materias y durante un dilatado período. Esto, que jamás debió suceder, sigue generando un hondo resentimiento político. La propuesta del Gobierno, si fuere respaldada por el Legislativo, lo que en las actuales circunstancias parece difícil, puede naufragar ante la Corte Constitucional. Para evitar este resultado, el Gobierno tendría que doblar sus apuestas presentando un segundo acto reformatorio de la Constitución para derogar la regla de estabilidad de doce años. Cabe vaticinar que el conflicto político que esa tentativa generaría sería colosal, dentro y fuera del país. El segundo problema es la regla denominada “prevalencia del acuerdo final”, la cual igualmente se elevó al plano constitucional con homologación de la Corte. Consiste en que si se llegaren a modificar -como ahora se pretende- las reglas de competencia de la JEP, por ejemplo, para excluir de ella a los antiguos guerrilleros con relación a determinados crímenes sexuales, prevalecerían las antiguas normas, no las nuevas. O sea que los guerrilleros y funcionarios públicos (incluidos militares y policías) que se quiere castigar con más rigor del dispuesto en el ámbito de la justicia transicional se nos escaparían como arena entre los dedos. En suma: después de ingentes esfuerzos y elevados riesgos políticos el Gobierno puede quedar exactamente en donde hoy se encuentra. De allí emana una reflexión abstracta que tal vez sea aplicable al caso que discutimos. Gobiernos sin ideología carecen de norte; se mueven en la dirección del viento. Sin embargo, el exceso de convicciones firmes es causa de rigidez y desdén por los costos. Hay que saber mantener el equilibro entre ambos extremos. En fin de cuentas, la política es el arte de lo posible. ......... El lenguaje incluyente o de género es una tontería que suele ser patrimonio de cierto izquierdismo pueril. En un pequeño y delicioso libro “Lecciones pasadas de moda”, Javier Marías se burla de quienes, si fueran consistentes, deberían escribir que “Todas las farsantas son igualas”. (Por favor, señor corrector, no me corrija; el disparate que acabo de escribir es intencional, como los que siguen). Y si creyeren en sus aparentes posturas igualitarias, tendrían que hablar de “carpinteras” y “votantas”; o, desde la perspectiva opuesta, de “artistos”, que, justamente por serlo, serían unos “lumbreros”. Todo lo anterior para decir, con mucha pena, que no se puede hablar de “Niños, niñas y adolescentes”. Si el sustantivo “niños” no incluye el género opuesto, entonces tendríamos que referirnos también a las “adolescentas”. ¿Se estarán volviendo de izquierda quienes le escriben las leyes al Gobierno? Briznas poéticas. Tornamesa, una gran librería de Bogotá, nos regala un poema de Bob Dylan: “¿Cuántas veces debe / un hombre alzar / la vista / antes de que pueda ver / el cielo? / ¿Cuántos oídos debe / un hombre tener / antes de que pueda / escuchar / a la gente llorar?”