El Observatorio de Paz y Conflicto (OPC) de la Universidad Nacional de Colombia registró la existencia de al menos 34 organizaciones guerrilleras desde los años 60. Nací en esa década, en la que aparecieron las Farc, el ELN y el EPL como grupos armados; para ese entonces mis abuelos y mis padres habían vivido los aciagos episodios de la guerra de los mil días, la violencia política y el “bogotazo” entre otros eventos. Mi adolescencia fue testigo de la llegada del M19, del Movimiento Patria Libre, del Partido Revolucionario de los Trabajadores, del Movimiento de Autodefensa Obrera, la guerra de familias por la bonaza marimbera en la costa caribe, la guerra verde entre esmeralderos en Boyacá y la aparición de la coca como industria ilegal. Mi madurez me alcanzó con la aparición de nuevos actores llamados carteles, las autodefensas, el Quintín Lame, el Comando Ricardo Franco (de una fugaz existencia, condenada por la masacre de Tacueyo), y viví a lo largo de mi vida, la crudeza de la violencia del narcotráfico, mientras los grupos armados más antiguos, crecían, expandiendo su fuerza y terror por la geografía nacional, arrinconando al estado y a la sociedad.

La paz es más que una palabra, es un estado general de bienestar sobre el cual crece la nación, es la sensación de seguridad que abarca todas las facetas de la vida individual y en sociedad; las generaciones que están en la tercera edad y aún aquellas que están por entrar a ella, no han conocido la paz más allá de aquella que le podría proporcionar su entorno cercano, sí es que de alguna manera se pudiera interpretar que se pueda experimentar en entornos tan convulsionados como los que se observan en nuestro país, desde los barrios, desde los territorios. Que esquiva es la paz; muchos han sido los intentos por parte del estado para acercar a los colombianos a ella como lo merecemos; la Fundación Paz y Reconciliación destaca, además de los acuerdos que de alguna manera se consideran “exitosos” con las Farc, incluyendo el desastre del despeje del Caguan en el gobierno Pastrana en 1988, hasta la firma de los acuerdos en 2016, los esfuerzos realizados con el EPL, Quintín Lame y el PRT, que se dieron tras la Asamblea Nacional Constituyente y el acuerdo con el M-19, el proceso fallido de paz con la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar entre el año 1991 y 1992, con la participación de EPL, FARC y ELN, los acercamientos del gobierno de Ernesto Samper con el ELN en el 1997, los intentos de diálogos por parte del gobierno de Álvaro Uribe con el ELN en 2006, el proceso de desmovilización de las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia con el mismo mandatario, el que culminó con la creación de la ley de justicia y paz.

Después del periodo de Álvaro Uribe, que determinó la seguridad como eje de su gestión, la paz fue el objetivo de los mandatarios subsiguientes; “unidos por la paz” de Santos, la “paz con legalidad” de Duque y la “paz total” de Petro. La intención de impulsar a Colombia como “potencia de la vida” presenta una gran diferencia frente a la forma como en los gobiernos anteriores se ha manejado el ambiente en la búsqueda de la paz. Esta diferencia radica principalmente en que mientras los otros mandatarios no sacrificaron el principio de autoridad y la aplicación de la fuerza legal del estado para lograr el propósito y por el contrario mantuvieron las capacidades de la fuerza pública en operaciones ofensivas y de interdicción, manteniendo la presión estatal sobre los diferentes grupos armados, Petro ha optado por aplicar una estrategia totalmente opuesta.

El Primer paso se da a los pocos días, al anunciar el inicio de los diálogos con el ELN y la instalación de la mesa de negociación; el segundo se da con apoyo de su bancada parlamentaria logrando con ello adicionar, modificar y prorrogar las disposiciones contenidas en la Ley 418 de 1997 donde se consagran los instrumentos para la búsqueda de la convivencia, la eficacia de la justicia y se dictan otras disposiciones, especialmente lo contemplado en el artículo 8 mediante el cual se habilita al presidente para dialogar, negociar y firmar acuerdos con grupos ilegales y/o con sus representantes con lo que ha podido sacar de las cárceles a los llamados voceros y gestores de paz y suspender ordenes de captura que pesan sobre algunos delincuentes. El tercer paso, casi simultáneo, fue el de modificar el artículo 2016 de la constitución y prohibir toda forma de “reclutamiento militar forzoso”, crear el servicio nacional social y ambiental. Al terminar el año 2022, anuncia la decisión de iniciar a partir del primero de enero y por un lapso de seis meses, un cese al fuego con cinco organizaciones armadas.

El efecto de todo lo anterior ya se comienza observar; El Ejército Nacional, que desde 2016 presentó una reducción significativa en sus efectivos, en las primeras incorporaciones del año 2023 apenas completó la mitad de las cuotas asignadas para los contingentes de reemplazo de los que salieron del servicio en el mes de diciembre de 2022, viéndose obligados a convocar a 5.000 mujeres las cuales de ninguna manera irán a desempeñar tareas de carácter operacional, lo que sin lugar a dudas, es una reducción sensible en la capacidad de la institución; esta situación se agrava ante la directriz del ministro de la defensa en el sentido de que los soldados que prestan servicio no pueden ir a zonas de conflicto dejando esa tarea solo en los soldados profesionales, los cuales no alcanzan a cubrir ni la mitad de las jurisdicciones asignadas.

El despeje de las zonas por parte del Ejercito, ante la incapacidad de cubrirlas, ha sido aprovechada por los grupos armados, los cuales se fortalecen y crecen, y se movilizan sin temor alguno por municipios y áreas extensas del país, pues además de no contar con presencia cercana de las tropas, la otra directriz ministerial, prohíbe la realización de operaciones ofensivas, lo que les garantiza poder hacer labores de proselitismo o “pedagogía política” como le dicen en estos días y les permite manejar con libertad la dinámica propia de las economías ilegales, como es la extorsión, el narcotráfico y la minería criminal. El panorama que se observa en diferentes videos, a través de las redes sociales, solo se había visto en los tiempos de mayor capacidad de los grupos armados antes del año 2000.

A lo anterior se le agrega la estructuración de las llamadas “guardias campesinas” las cuales a pesar de tener sus antecedentes en las guardias cívicas organizadas en la década de los 70, por la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (Anuc) se han venido fortaleciendo con una clara influencia de miembros de las farc y a la fecha se espera la aprobación del proyecto de ley presentado por el partido de los comunes (antigua FARC) que las legaliza. Estas guardias, la campesina junto con la indígena, han venido desarrollando un plan sostenido de expulsión de unidades del Ejército de algunos territorios, especialmente de aquellos donde la economía ilegal se desarrolla con mayor intensidad. El país ha sido testigo silencioso e indiferente de la forma como los soldados son humillados e insultados, y como sus instalaciones son destruidas y saqueadas por campesinos e indígenas, mientras le abren paso franco y la dan la bienvenida a las estructuras armadas ilegales y ni se diga de la indolencia con la que siempre se ha mirado el asesinato de sus soldados y policías.

Ya es normal ver a los ciudadanos machetes en mano “corretear” a soldados y policías, es normal ver el secuestro de unidades completas del ejército y de la policía; es normal ver como cada vez la presencia de la fuerza legítima del estado se ve menos en los territorios, como resultado de esa estrategia de marginalización de la fuerza pública impulsada desde el mismo gobierno y que apunta a una intención real que han llamado desmilitarización de la sociedad, mientras se fortalece por otro lado las estructuras de control civil siguiendo el modelo socialista del poder popular, atendiendo la gentil invitación del presidente y de su ministro del interior.

Ciertamente y evocando la obra de Ernest Hemmingway, aquí, en nuestra Colombia, el escenario se debate entre la dura realidad de una sociedad carente de autoridad y con una débil justicia, frente al romanticismo e idealismo como el gobierno pretende brindar la paz que llama total, mientras los ciudadanos sucumben ante una ofensiva criminal multidimensional que roba la tranquilidad en los lechos, en las calles y en los campos. Adiós a las armas es una buena intención que no se compadece con la realidad de un país que clama por un ejercicio real de la autoridad y una aplicación efectiva de la justicia y no la claudicación de ellas por efecto de la ausencia de control y del trato privilegiado de un gobierno que mira con mayor interés las imposiciones de los actores ilegales por encima de una sociedad a la que se le generan todas las condiciones para que vayan a engrosar los grupos criminales, una sociedad a la que no se le da respuesta efectiva a sus necesidades y que por el contrario a medida que pasa el tiempo, estas se hacen más sentidas.

Adiós a las armas en nuestro país, nos muestra la forma como este gobierno desarma a los colombianos que respetan la ley, restringe el ejercicio a la legitima defensa, dejándolos expuestos a la ferocidad creciente de los criminales, los que cada vez desarrollan mayor fuerza, contrastando con una policía impotente, reducida en sus capacidades, mientras su autoridad se mina paulatinamente, y unas fuerzas militares cada vez más inoperantes. Qué bueno que en nuestra Colombia se pueda lograr la paz, una paz con justicia, una paz que no se compra, que no se negocia con los delincuentes sino que los somete; una paz construida con equidad, con bienestar y con el desarrollo que solo se puede lograr con la seguridad que únicamente la fuerza legal del estado debe proporcionar. El estadista Winston Churchill dijo en su momento " el que se arrodilla para conseguir la paz , se queda con la humillación y con la guerra” y nuestro presidente debería tenerlo en cuenta en este proceso de buscar la paz total, pues aquí la verdad hay que decirla, en el sentido de quienes realmente tienen que decir adiós a las armas, son los delincuentes, los que atentan y han atentado durante años contra el país, los que amenazan a la sociedad y no su fuerza pública, no los ciudadanos que producen, los que generan empresa, la gente de bien, así exista el interés de algunos por distorsionar lo que ser gente de bien significa.