Ahora sí. Ahora no somos tan trogloditas, ya no practicamos el “populismo punitivo”, ahora los violadores merecen pudrirse en la cárcel de por vida. Al vestir esa manada de depravados el uniforme militar, la cadena perpetua ya no les suena tan mal. “¿La van a estrenar con los miembros del Ejército?”, preguntaba Gustavo Bolívar en Twitter. Eso querría el converso, pero aún no existe la ley y quizá nunca vea la luz porque debe pasar por la Corte Constitucional, amante de la laxitud judicial. La misma que demuestra el fiscal general al no imputar acceso carnal violento en este caso.
Por mucho que quieran Bolívar y otros incoherentes, la brutal violación de la niña embera katío no es un crimen achacable al Ejército ni supone un regreso a tiempos tenebrosos. Ninguno era soldado profesional, prestaban el servicio militar obligatorio. Y no hubo un mando que intentara tapar lo ocurrido –los propios indígenas desmintieron el supuesto soborno para silenciar a la familia de la víctima–. Lo achacable a los tres suboficiales del pelotón al que pertenecían los violadores es la falta de control de sus hombres, la indisciplina que regía en un grupo en el que algunos se llevaban a los cambuches a las novias que se levantaban y consumían marihuana. Lo que he conocido de la historia demuestra la absoluta incompetencia del sargento y los dos cabos que comandaban a los 32 soldados regulares. Inaceptable e imperdonable no advertir lo que ocurría, que siete integrantes de la tropa pudieran hacer lo que quisieran con una niñita y, encima, en el lugar donde estaban acampados. Se encontraban en zona rural de Santa Cecilia, población sobre la vía que de Risaralda conduce a Chocó. En el pasado fue territorio de las guerrillas del EGR y Farc y ahora lo domina el Ejército Nacional. Kilómetros más adelante, al ELN le fascina hacer retenes y quemar vehículos, pero de esos criminales se ocupan los soldados profesionales del Grupo Meteoro. El sábado pasado, me cuentan, la niña acompañó a otras dos emberas de su resguardo a visitar a dos soldados de los que se habían hecho amigas. Ellas eran mayores de edad y la niña las dejó y se devolvió. Pero le había caído bien un uniformado y regresó a visitarlo, sin avisar a su familia. En esa segunda ocasión sufrió el horror en uno de los cambuches que habían instalado los militares frente a una escuela, cerca del casco urbano de Santa Cecilia. Mientras seis la violaban por turnos, el séptimo hacía de campanero. Jamás sospecharon que la niña fuese a revelar su tragedia, pensaron que se moriría del susto por sus armas y uniforme. Menos podían adivinar que la valiente hermana de la pequeña correría a denunciar el caso, y que el sargento, en lugar de ocultar lo sucedido con amenazas y dinero –sabía que su carrera estaba acabada–, colaboró con la Comisaría de Familia, además de informar al comandante de su batallón.
Cuando la jauría se vio perdida, solo alcanzó a balbucear lo mismo que tantos pervertidos: “Se nos insinuó”, “No sabíamos que era menor de edad”. Aunque resulta inaudita la incapacidad de esos suboficiales de controlar a los jóvenes bajo sus órdenes, no hay indicios de que fueran cómplices. Supongo que los expulsarán por no enterarse del ataque a una niña que debían proteger. Pero, al menos, no inventaron historias truculentas para encubrir el crimen y su negligencia. Tampoco pueden considerarlo una oscura estrategia de guerra con la intención de doblegar a una comunidad indígena con la que, además, el Ejército mantiene buenas relaciones. Se trató de un delito brutal, espantoso, cometido por un grupo de soldados, de entre 18 y 21 años, de familias desestructuradas, a los que restaba seis meses para cumplir el servicio militar. No tenían intención distinta que satisfacer sus instintos salvajes sin importarles que solo fuese una niña ni un embarazo. No usaron condón.
Lo que encuentro de un cinismo campeón es el comunicado del Partido Farc: “Nos unimos a las voces de rechazo a este acto” y, tras criticar al Ejército, ofrecen a los emberas su “sincera ayuda jurídica, sicológica, política, si así lo consideran”. Hace unos años entrevisté, precisamente en Santa Cecilia, a una exguerrillera que rompía a llorar cuando recordaba cómo le destrozaron la vida, desde pequeña, los abusos de sus comandantes y dos abortos forzados. Nunca le ofrecieron ayuda.