No estoy de acuerdo con que la policía pueda llevarse a un ciudadano en un vehículo sin distintivos y conducido por gente vestida de civil que nadie sabe que es la autoridad. Menos si el ciudadano no representa un peligro para la comunidad, como parece ser el caso sobre el que hablaremos en esta columna. En un país como Colombia, esa práctica solo nos hace recordar a todos aquellos que nunca regresaron después de ser subidos a un carro cualquiera a la fuerza. Los mataron, los desaparecieron; en la mayoría de casos nadie pagó por ellos, y en otros se comprobó la participación de agentes del Estado o de bandas dedicadas al crimen. En muchas familias los siguen esperando. Este procedimiento atemoriza porque es propio de las mafias y las organizaciones delictivas, y no de las autoridades que tienen la obligación de garantizar la seguridad y la vida. Yo quiero mucho a la Policía, pero el video que vimos esta semana es el testimonio de una práctica inaceptable y repudiable. Un episodio que deja muchas preguntas. Aquí el video:

No puedo olvidar la imagen de aquella joven aferrada a la ventana de un vehículo particular gritando “la policía me secuestró”. La escena grabada en video se extendió como pólvora. Aunque se trató de un hecho de la vida real, me sentí viendo los cortos de una película de conspiración policiaca. Todo ocurrió esta semana en Bogotá, en el marco de las protestas que terminaron en disturbios a las afueras de la Universidad Nacional. Las imágenes muestran a varios hombres del Esmad subiendo a una mujer a la fuerza en un carro con placas de Manizales. Ante el desconcierto de los presentes y sin ninguna explicación, el conductor emprendió la marcha a alta velocidad por la carrera 30, una de las más concurridas de la capital. Creo que nadie quisiera estar jamás en la situación de la aterrorizada pasajera. ¿Qué le habrá pasado por la cabeza mientras la trasladaban? ¿Cuánto miedo pudo sentir? Aquí el video:

Una pareja de ciudadanos valientes decidió seguir el vehículo en cuestión mientras grababa la persecución. Él, un escolta desempleado, y ella, su señora. Un matrimonio que no pensó en sus dos hijos, sino en aquella joven que pedía auxilio mientras en medio de sollozos sacaba la cabeza por la ventana. Desesperado, el ciudadano pitaba para alertar a la gente que iba en otros carros por la misma vía. Solo pasaron unos minutos, cuando en medio del tráfico, el misterioso conductor que llevaba a la mujer paró, la puerta lateral derecha se abrió, y la víctima pudo bajarse en plena calle. Ella estaba en shock y solo quería regresar con su novio, a quien también se habían llevado en circunstancias similares. Todo parecía un secuestro que terminaba en un rescate heroico. ¡Así, como en las películas! Yo quiero mucho a la Policía, pero el video que vimos esta semana es el testimonio de una práctica inaceptable y repudiable. Un episodio que deja muchas preguntas. Solo unas horas más tarde, cuando la polémica estalló, el comandante de la Policía Metropolitana de Bogotá, el general Hoover Penilla, puso la cara por sus hombres y explicó que el carro era de la institución y que sus ocupantes eran uniformados. Pero quizás lo que más llamó la atención fue que el oficial, en tono airado, dijo que “el procedimiento fue legal”. ¿Cómo puede ser legal que un policía, a quien nadie identifica como tal, pueda llevarse en contra de su voluntad a otra persona, en un vehículo particular con vidrios oscuros? La joven no estaba armada. La versión oficial dice que supuestamente estaba alterada y que se encontraba entre los manifestantes obstaculizando la vía. De ser así, ¿por qué no la dispersaron y ya? ¿A dónde la llevaban? Si el procedimiento era legal, ¿por qué los policías vestidos de civil que manejaban el vehículo no se bajaron y se identificaron con quienes los seguían? ¿Cómo así que los policías se asustaron en medio de un operativo por los reclamos ciudadanos? ¿Por qué la operación no terminó? ¿Por qué a la joven la dejaron bajar ante la presión de la pareja que perseguía el carro oficial, pero que nadie sabía que lo era? ¿Por qué los policías de civil emprendieron la marcha y huyeron del lugar, como si fueran delincuentes y no autoridad? ¿Por qué un carro particular y no una patrulla? Es comprensible que este tipo de automóviles se utilicen para hacer inteligencia, pero por qué en medio de las marchas. Eso no lo habíamos visto.

El general Penilla reconoció que sus subalternos jamás debieron abortar la operación y que la joven debió bajarse en una estación de Policía y no en la calle. Penilla se veía dolido y no dejó de hacer reproches a los ciudadanos: los emplazó a no dudar de cada procedimiento que realizan los uniformados. Pero con todo respeto, general, le digo que esa no debe ser la actitud. Por fortuna, hoy los ciudadanos empoderados con su celular son vigilantes permanentes de todo lo que hacen las autoridades, y eso nos convierte en una sociedad con más garantías. Gracias a los que grabaron supimos del horror que vivió esa joven, que por fortuna pudo regresar sana y salva a su casa. No sabemos qué habría pasado, general, si unos ciudadanos solidarios no dudan del procedimiento y hacen todo lo que hicieron. La confianza es el mayor y más noble valor que debe existir entre los ciudadanos y la Policía. Cuando esa confianza se rompe, la relación está en peligro. La Policía, que representa la autoridad, debe inspirar respeto, no terror. Eso es lo que está en juego en Colombia tras los controvertidos hechos de las últimas semanas. Desde la muerte de Dilan Cruz hasta este extraño episodio del carro. Para ser un buen policía no solo hay que serlo, sino parecerlo. Por eso, al Esmad le digo así no. Y… ¡cuidado! Santos, Carrillo, Maya, Linares y Rojas quieren poner fiscal…