El cuento se lo escuché por primera vez a mi papá hace ya muchos años: “Le preguntaron un día a un campesino qué opinaba sobre la posibilidad de imponer la pena de muerte en Colombia. Contestó sin titubear: que la quiten". Oficialmente, el país abolió la pena capital en 1910, pero como lo demuestra la respuesta franca de nuestro compatriota, en muchos lugares del territorio colombiano la realidad ha sido otra. Eliminar esa práctica salvaje es uno de los propósitos del Gobierno en sus negociaciones con las FARC. Es parte integral de la paz rural que promueve el alto comisionado Sergio Jaramillo. Se habla mucho hoy que el tema crítico de las negociaciones con las FARC es la justicia. O mejor dicho, cuál es el castigo que debe recibir la guerrilla por haber azotado a Colombia con bombas, crímenes de todo tipo y atrocidades innombrables. Fiel a su dogmatismo, el Secretariado y sus secuaces no aceptan ni un día de cárcel. Esperan la misma amnistía que favoreció a otros grupos como el M-19, el EPL y la Corriente de Renovación Socialista del ELN. Es entendible su aspiración: si al M-19 el Estado le perdonó los secuestros y el holocausto del Palacio de Justicia, ¿por qué debe ser diferente el tratamiento para las FARC? Si bien no discuto lo importancia de que se apliquen sanciones a las jefes de las FARC, hay un asunto fundamental. Es el que alude el campesino que cité al principio. Es la garantía que en el campo ya no rija la ley de monte, la del más fuerte. La que han impuesto los grupos armados como las FARC durante décadas. Sólo erradicando esa justicia alternativa, revolucionaria y arbitraria será posible poner fin al conflicto. Y el primer paso obligatorio es el desarme total de la organización que más víctimas ha engendrado en Colombia. Las FARC hablan de dejar las armas, mas no la entrega. No es lo mismo. La diferencia es sustancial. Dejar es un acto pasivo que no requiere compromiso. Entregar presupone un sacrificio y una voluntad de cambio. Un acuerdo de paz que no incluye el sometimiento del grupo insurgente al Estado queda cojo. Y para una organización como las FARC que le otorga tanto valor y significado a lo militar y la fuerza, la única señal inequívoca de su aceptación de las reglas de la sociedad es su renuncia a conciencia de las armas. Sólo así es posible generarle confianza a la sociedad colombiana de que la decisión de las FARC de abandonar la combinación de todas las formas de lucha es definitiva y no una táctica de guerra. Las palabras importan.  Lo sabe a la perfección esa guerrilla y por eso es tan cuidadosa y precisa con su terminología. Y explica también su alta sensibilidad a los epítetos como quedó demostrado con la solicitud del presidente Juan Manuel Santos a los medios de comunicación y a los colombianos en general, que al referirse a la FARC digan FARC a secas. Sin adjetivos. Sin duda, el “desescalamiento” del lenguaje es un paso necesario para la reconciliación, pero todo en su momento. Las FARC son terroristas no porque lo diga un uribista o los gringos o la Unión Europea. Son terroristas porque utilizan métodos que buscan atemorizar a la población. Son asesinos porque han matado a decenas de miles de personas. Son secuestradores porque han privado de la libertad a otros tantos. Son narcotraficantes porque han producido y exportado drogas ilícitas. Parafraseando el dicho popular, dime en qué andas y te diré qué eres.   Ese es su pasado y su presente. En vez de preocuparse de que los tilden de narcoterroristas, asesinos y secuestradores, las FARC debería empezar por prometer que de firmarse la paz entregarán las armas. Para siempre. En Twitter Fonzi65