Lo increíble de la actual crisis de corrupción del Congreso a través de los recursos de la UNGRD, no es la absoluta falta de decoro y respeto de los funcionarios involucrados por Olmedo López y Sneyder Pinilla, incluso su enfática y descarada denegación de responsabilidad.
Tampoco es increíble cómo la justicia arrastra los pies evitando tomar medidas concretas contra los corruptos, a pesar del amplio catálogo de pruebas y las confesiones explícitas de los gestores de corrupción designados por el alto gobierno. Una vez más, los fiscales y jueces caminan como tortugas y se enredan en sus propios actos y omisiones para avanzar lo menos posible y darles a los corruptos la gabela de defenderse desde los mismos cargos que usaron para defraudar al país. Y pasarán dos años más buscando la “prueba reina”, desconociendo las pruebas monumentales y sometiéndose a las artimañas de los abogados defensores que dilatarán todas las instancias hasta lograr la adorada prescripción. Este patrón es ya la regla aceptada de conducta por las instituciones:
Si te pillan con las manos en la masa, ¡no te preocupes! El sistema y su catálogo de excesivas garantías y derroteros procesales está aquí para asegurarte la impunidad y de paso sustentar tu digno y útil reclamo de que no asumirás consecuencia alguna sino hasta que se produzca la condena en séxtuple instancia (primera instancia, segunda instancia, casación, tutela, impugnación y revisión de tutela).
Estas deformidades de nuestra democracia y nuestro sistema de justicia no las inventó Petro. De hecho, el presidente reclama paridad y acceso a la misma sinvergüencería e impunidad que los gobiernos anteriores.
Lo que realmente es increíble es que el Congreso entrará a considerar, y casi que con toda certeza aprobará, una nueva reforma tributaria.
Nos anuncia el “inocente” ministro de Hacienda Bonilla que la reforma será en parte para deshacer el efecto recesivo de la anterior reforma promovida por este gobierno en 2022, en tiempos del “inocente” exministro Ocampo. Pretende convencernos de que la reforma será menos gravosa que la anterior.
No lo será. Con la nueva reforma seguirá el aumento de la presión fiscal sobre los hogares de clase media y media alta y pequeños y medianos empresarios, ante la indiferencia de los opinadores, los directores de medios, los sabios de alquiler de la economía colombiana y la clase política que, todos a una, han aceptado como acto de fe que los impuestos deben ser siempre cada vez más altos para, a su vez, nutrir presupuestos cada vez más grandes, para, a su vez, nutrir un aparato estatal que debe ser cada vez más poblado y grande.
Es como un karma inevitable que los centros de poder, que se nutren de los impuestos o aquellos que tienen suficiente lobby en el Congreso para evitar nuevos impuestos, le han vendido al país como una verdad inexorable: toca subir nuevamente los impuestos, ¿qué se le va a hacer?
Y esto se lo anuncian al país, año tras año, durante los últimos 30 años, sin sangre en la cara y a pesar del descubrimiento del escándalo de corrupción de cada semana.
E insisto: ¡increíble! El país se lo encaja sin chistar. Sin discutir.
Esto a pesar de que la misión de expertos de la Ocde, en el extenso estudio que le contrató el mismo Estado colombiano en el gobierno Duque, resaltó lo caótico, regresivo e injusto del sistema fiscal colombiano.
La gente se lo encaja a pesar de las evidencias del error de estas políticas evidenciado en la aguda recesión económica.
La gente se lo encaja con la certeza de que los mayores impuestos seguirán nutriendo la corrupción, la ineficacia y el malgasto del Estado.
No existe en el espectro político o partidista una corriente que se atreva a romper el consenso de la cultura fiscalista y de gasto público desbordado. Incluso pocas voces de la academia se oponen a esta trampa fiscal sin fin, en la cual la clase política seguirá ordeñando más recursos del sector productivo para seguir alimentando a un estado ladrón que incumple sin excepción todos sus deberes fundamentales.
Debemos corregir drásticamente el rumbo y lograr un nuevo consenso social que libere al sector productivo de las altas tasas de tributación y que imponga una reducción en el gasto público. Debemos superar el facilismo que se ha impuesto entre la mayoría de los economistas políticos, según el cual el asistencialismo que menos daño hace es regalar plata sin mirar a quién. Debemos exigir un conservadurismo fiscal determinado y comprometido; no podemos seguir condonando a gobernantes que manipulan la regla fiscal moviendo constantemente sus límites, haciéndola una institución hoy en día casi que caduca ante el afán de gasto.
Con la deuda pública bajo control y por debajo del 40 % del PIB, con menores tasas impositivas y un sistema simplificado y depurado de beneficios ocultos, con un asistencialismo focalizado y excepcional y un compromiso con los deberes esenciales del Estado en seguridad, justicia, bienes públicos y educación de calidad, lograremos más crecimiento y competitividad y romperemos la barrera del desempleo y de la informalidad laboral y fiscal, alimentando con ello un ambiente propicio para productividad que es la única manera real y duradera de romper la desigualdad.
No aceptemos una nueva reforma que sólo servirá para alimentar a los que nos roban nuestros impuestos.