Conocí a Álvaro Uribe Vélez en octubre de 1996. Me había enviado Felipe López, dueño de SEMANA, a Medellín para ayudar a redactar una portada sobre un poco conocido gobernador de Antioquia. Pasé con José Fernando López, editor general de la revista, varios días con Uribe y su equipo. Pocas semanas después publicamos una portada con el titular ‘Mano dura’. En el artículo destacamos la determinación del gobernador en derrotar a las Farc. Era el primer artículo nacional de Uribe, lo convirtió en un fenómeno político. El Tiempo lo nombró el personaje del año. Varias de sus ideas fueron adoptadas en su gobierno posterior. Incluso, Godofredo Cínico Caspa, de Jaime Garzón, las popularizó al convertir su discurso en conversación. No voté por Uribe en 2002. Su visión era muy de derecha y contrasta con mis principios. Lo volví a ver en mayo de 2007. Fue en la Casa de Nariño. Nos había invitado a los periodistas para hablar de un tema de Estado. Unos días después se conoció: la liberación sin condiciones de alias Rodrigo Granda. Fue sorprendente: a Granda lo habían secuestrado en Caracas hombres de la inteligencia colombiana, en diciembre de 2004. Parecía un contrasentido. Lo era. Granda se fue y solo volvió cuando se llevaban las negociaciones en La Habana.
La liberación tenía que ver con un pedido de Francia y su nuevo presidente, Nicolas Sarkozy. Pensaba que con Granda se podría desenredar el rescate de Íngrid Betancourt. No fue el único error de Uribe. En julio del mismo año encargó a la senadora Piedad Córdoba y al presidente venezolano Hugo Chávez de la mediación de rehenes. Lógicamente, no salió bien: Chávez tenía otros intereses. Pero demuestra que Uribe estaba dispuesto a cambiar sus principios según la situación. En ese momento, tampoco había extraditado a los jefes paramilitares a Estados Unidos. El Uribe intransigente llegó después. Siempre me llamó la atención la flexibilidad de Uribe. Era un pragmatismo positivo y constructivo. La diferencia, según algunos, entre el Uribe de antes de la reelección y el de después. Ya reelegido perdió el norte; pensó en su futuro más que en el del país. Tuvo un pensamiento nixoniano: lo que es bueno para Álvaro Uribe es bueno para Colombia. No deja de ser irónico que el estado de opinión sea el que tenga a Uribe contra las cuerdas. Eventualmente, el pueblo se iba a voltear: era inevitable. Nadie es rey de por vida. Tristemente, como expresidente sigue en lo mismo, como quedó mostrado en los últimos meses. La campaña pro-Uribe ha sido lamentable. Hablan de su gobierno como excusa de todo. En su narrativa, el hecho de “salvar” a Colombia le da la rienda suelta al expresidente. Pero eso ya no es suficiente. Las encuestas –el estado de opinión que tanto quieren imponer– son tenebrosas. En todos lados, incluso en Medellín, una inmensa mayoría está contra Uribe y a favor de la Corte Suprema. Son días difíciles para los uribistas. Son sorprendentes los resultados de la encuesta. Nunca a Uribe le ha ido tan mal –78 por ciento de los encuestados apoyan a la corte–, su teflón ha desaparecido y, con él, la creencia de ser imbatible. Durante los últimos días han llovido campañas de apoyo a Uribe. Es evidente su preocupación; el ataque a su abogado Diego Cadena es demostración de eso. El expresidente se la juega “a sus espaldas”. No creo que funcione y en la cara de Uribe se nota; no es el rostro de un ganador. No deja de ser irónico que el estado de opinión sea el que tenga a Uribe contra las cuerdas. Eventualmente, el pueblo se iba a voltear; era inevitable. Nadie es rey de por vida. Nadie.
No se sabe si al final saldrá inocente, pero ya el daño surtió efecto. Colombia tampoco saldrá impune. Es un caso que golpea la credibilidad de la noticia judicial. ¿Y hay una jugada que nos permita salir adelante y dejar a Uribe en el cuarto de san Alejo? Los antiuribistas dirán que no. Más aún con la tendencia de las nuevas encuestas. Lo mismo contestan los uribistas, empezando con el expresidente. Nunca cambiará su versión: una campaña de la ultraizquierda para golpear al mandatario que evitó la toma de Colombia. Pero para el país es nocivo. Nada positivo puede salir de esta disyuntiva. La pregunta es si el Pacto de Sitges es hoy posible. Un acuerdo para dejar atrás el pasado y echar para adelante. Antes funcionó.