Eduardo Pizarro ha dedicado su vida a la docencia y a la escritura de libros en los que con rigor se ha ocupado de los retos que afronta nuestra democracia, entre ellos los derivados de problemas de violencia estructural en ciertas partes del territorio. Su carácter independiente ha hecho posible que sirva importantes posiciones públicas en gobiernos que podrían verlo con suspicacia, y que para escribir su más reciente obra haya tenido amplio acceso a documentación militar. El resultado es un texto riguroso e imparcial, que elude tanto la retórica laudatoria relativa a los héroes de la patria, como su descalificación en tanto agentes de un Estado represor. No abunda en Colombia la reflexión académica sobre temas de seguridad nacional, carencia que tal vez se explica por la elevada ideologización que ellos suscitan, y por la errónea creencia de que la guerra es cuestión que solo atañe a los militares. Esta circunstancia empezó a cambiar desde cuando el Presidente Gaviria tomó la acertada decisión de nombrar ministros civiles en la cartera de defensa, tradición que, desde entonces, se ha mantenido. Este puente de alto nivel entre los estamentos castrenses y civiles del gobierno ha sido útil. El clima de confianza resultante explica que en las negociaciones con las Farc durante la pasada administración hubiese oficiales de alto rango en la Mesa de conversaciones relativas al Acuerdo Final, tanto como en las comisiones técnicas que definieron las reglas para la concentración y el desarme. Aún quienes creen que la negociación fue en exceso generosa con las Farc, han de reconocer que esas complejas logísticas iniciales resultaron exitosas, a pesar de grupos disidentes, omisiones en la entrega de armas y en la relación de bienes ilícitos. Durante los terribles años de la guerra civil no declarada entre los partidos liberal y conservador (1946-1953), los cuerpos armados de la República fueron usados como ariete de un bando contra el otro. Su despolitización se inició por el gobierno del General Rojas, la cual fue fortalecida, ya durante el Frente Nacional, en el de Alberto Lleras. Desde entonces las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional no son deliberantes, ni hacen parte del botín político de nadie. Entre tanto se han profesionalizado hasta el extremo de que hoy pueda decirse que ellas constituyen el contingente de servidores públicos mejor capacitado. El profesor Pizarro ilustra que el proceso de fortalecimiento militar comienza, paradójicamente, con el fracaso de la zona de despeje en El Caguán en 1998. En ese momento el presidente Pastrana se comprometió a un proceso de modernización del aparato militar e incremento del pie de fuerza al que dieron continuidad sus sucesores Uribe y Santos. En esta materia el consenso es pleno. Lo que no se conoce con suficiencia -y esta es una limitación que el libro resuelve- es que las elaboraciones teóricas que lo hicieron posible fueron aportadas por los militares mediante sus planes Patriota y Espada de Honor. Anota en el prólogo Malcom Deas, el gran intelectual británico tan vinculado a nuestro país, que “La desmovilización de las Farc es una gran victoria: es el fin de una fatal ilusión, el reconocimiento esencial de que el futuro del país no va a ser decidido por las armas y la violencia…”. Tiene toda la razón. Los retos en materia de seguridad nacional han pasado a ser otros. Ante todo, los que plantean grupos armados poderosos que ya no tienen el objetivo de tomarse el poder político sino de enriquecerse. Entre ellos se incluyen los distintos carteles, incluido el ELN, así este cuente todavía con un sector revolucionario, capaz, en su concepción utópica, de cometer atentados terroristas, y no solo contra la infraestructura petrolera; no olvidemos el sangriento atentado contra la Escuela de Policía Carlos Holguín. En este contexto se requiere una profunda reingeniería que, en síntesis, demanda armas livianas, más inteligencia policial y actuaciones rápidas y profundas de la Fiscalía. Es remota la posibilidad de una confrontación militar con Venezuela que nosotros no queremos y que a Maduro no le ayuda. En 1982, a los militares argentinos la guerra de las Malvinas no les sirvió para generar un fervor nacionalista que los mantuviere en el gobierno. Sin embargo, las cifras que aporta Pizarro muestran que el poder de fuego de ambos países es semejante, con ventaja para Venezuela en materia de aviones de combate y a favor nuestro en pie de fuerza; tenemos 369 mil hombres en armas, más que cualquier otro país del continente, salvo Estados Unidos. Para esbozar una hipótesis delirante, esto quiere decir que en las primeras horas de esa guerra hipotética nos podrían dañar todos los puentes que cruzan el Río Magdalena, o volar nuestras dos refinerías, pero que, un mes después, nos tomaríamos Caracas, a donde llegaríamos a pie… o en bicicleta. Naturalmente, la realidad es de mayor complejidad. Sabemos que buena parte de la capacidad ofensiva de Venezuela es apenas nominal por falta de mantenimiento; que Maduro no tiene el respaldo popular necesario para liderar ese esfuerzo militar; que su aparato económico esta destruido; y que evitar una guerra periférica, pero que podría arrástralos, es un objetivo común de Estados Unidos y Rusia. Con motivo de la crisis de los misiles en Cuba ocurrida en 1962, ambos países aprendieron que una confrontación directa les resultaría fatídica. Briznas poéticas. A veces una imagen fulgurante es suficiente, como esta de Juan Manuel Roca. “Como si alguien hubiera roto un collar / de falsas perlas, / a las puertas de la tarde se desata la lluvia”.