El sangriento atentado cometido por yihadistas islámicos contra el semanario satírico Charlie Hebdo, en París, puede verse de dos maneras diferentes y contrapuestas. Una, desde la tolerancia y el relativismo de la civilización liberal y democrática hoy imperante en el Occidente laico, a la cual se ha llegado tras siglos de barbarie, a partir del impulso de la Ilustración dieciochesca y no sin retrocesos frecuentes. La otra, desde la barbarie misma. De la primera manera la interpretó el presidente de Francia François Hollande cuando decretó el duelo nacional por la masacre, diciendo que la agredida había sido “la República, que es la libertad de expresión, la cultura, la creación, el pluralismo, la democracia”. Contra todo eso, dijo Hollande, “apuntaban los asesinos”. Y esa era también, sin duda, la postura de los caricaturistas asesinados, que llevaban hasta el extremo del anarquismo libertario su concepción de la libertad de prensa. Una libertad por encima de la corrección política y del buen gusto, que no se detenía ante la ofensa o el insulto sino que los reclamaba como un derecho natural, y no respetaba lo que para otros es sagrado: las patrias, las religiones, la autoridad, la vejez, la infancia. Su humor, tal como lo definían ellos mismos, era —sigue siendo, pues la revista sigue después de la tragedia— bête et méchant: estúpido y malvado. Provocador y subversivo. Pero la provocación, la subversión, el libertinaje, son actitudes que desde hace tiempo la civilización occidental tolera sin pestañear. El Estado francés que hoy representa Hollande nunca les puso a las audacias y excesos de Charlie Hebdo más trabas que alguna multa o un cierre temporal cuando pisaban demasiado los bordes del código penal republicano. Al contrario: daba protección policial al semanario contra posibles ofendidos menos permisivos (dos policías murieron en el asalto), y llegó al extremo de distinguir con la roseta de la Legión de Honor a Wolinski, uno de sus más feroces colaboradores. Igualmente curioso es que Wolinski hubiera aceptado la condecoración: también él se movía en el ámbito de la tolerancia mutua. La otra manera de considerar el asunto es la de los propios asesinos, fundamentalistas religiosos que ejecutaron la bárbara matanza al grito de “¡Alá es grande!”. Consiste en verlo como un episodio de violencia legítima dentro de un conflicto de gigantescas proporciones: la guerra casi universal, religiosa y política, espiritual y territorial, que libran la Cristiandad y el Islam desde hace catorce siglos. Así lo ve el Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL) que al parecer domina ya buena parte de Siria y el noroeste de Irak, y que calificó a los terroristas de París de “combatientes heroicos en defensa del profeta Mahoma”. Y así lo entienden también, desde el otro lado, sectores europeos de extrema derecha y creciente peso político, como el UKip inglés (partido por la independencia del Reino Unido) o el Front National francés. Así, la presidenta hereditaria de este último, Marine Le Pen, dice que con el atentado “el Islam le ha declarado la guerra a Francia”; y Nigel Farage, líder del UKip, llama “quinta columna” islamista infiltrada en Europa a los millones de inmigrantes venidos de las antiguas colonias. Y si bien se mira, tampoco el presidente Hollande está tan alejado de esa postura belicista como podrían darlo a entender sus bellas palabras. Porque bajo su dirección Francia participa en la guerra aérea (por ahora) que en Siria y en Irak adelantan dos docenas de países encabezados por los Estados Unidos contra el EIIL. Y bajo la dirección de su antecesor Sarkozy participó en la guerra contra los talibanes (estudiantes islámicos) de Afganistán, y en el aplastamiento del régimen, laico pero musulmán, de Gadafi en Libia. Y desde hace decenios, desde la descolonización oficial, las fuerzas militares francesas no han dejado de intervenir en el África negra musulmana. Otro tanto han hecho, al menos desde el atentado terrorista contra las Torres Gemelas de Manhattan ejecutado por Al Qaeda y atribuido sucesivamente a los talibanes afganos y al dictador iraquí Sadam Hussein, todas las demás potencias occidentales. Con el único resultado, por lo que se ha ido viendo, de que se fortalece el fundamentalismo islámico y aumenta en medio planeta, desde Mauritania hasta Indonesia pasando por Irán, el odio hacia Occidente. Y en el otro medio, la paranoia antiislámica. El uno y la otra contribuyen a que se cumpla el vaticinio sobre el “choque de civilizaciones” formulado hace veinte años por el asesor de la Casa Blanca Samuel Huntington. Solo que se trata en realidad de un choque de barbaries.