Los lectores habituales del combativo Ramiro Bejarano fuimos sorprendidos hace unos días al leer en El Espectador una columna suya que no iba, como es habitual en él, en contra de algún poderoso gerifalte del Estado, sino a favor de dos. Del ministro de Ambiente y de la presidenta de la Agencia Nacional de Minería, a los que elogiaba como “funcionarios bien intencionados, quienes con valor se han atrevido a destrabar la engorrosa ineficacia administrativa que encontraron”. Y en cambio esta vez el objetivo de las denuncias de Bejarano eran los “ambientalistas extremos” que critican a esos mismos funcionarios. Me parece que yerra el blanco Bejarano. Porque si algo se les debe reprochar a los ambientalistas colombianos es que no hayan sido lo bastante extremos en sus planteamientos y denuncias, ni lo bastante exigentes frente a las laxas autoridades ambientales que toleran y apadrinan los abusos muchas veces criminales de las empresas petroleras y mineras (grandes y pequeñas, legales e ilegales), de los ganaderos extensivos de las sabanas y de los minifundistas que sueltan cuatro vacas a pastar en un páramo, de la arrasadora agroindustria de monocultivo de azúcar de caña o de aceite de palma para la exportación. “Furiosos ambientalistas”, los llama Bejarano. Me parecen a mí, por el contrario, muy mansos. De “fundamentalistas del medioambiente” los acusa el columnista. Y ojalá lo fueran. Porque, en efecto, el medioambiente es el fundamento de la vida en la tierra. “Enceguecidos extremistas”… ¿Enceguecidos? Al contrario: ven lo que está pasando; en tanto que Ramiro Bejarano no lo quiere ver. No voy a citar aquí estadísticas. Voy a hablar de recuerdos del pasado, y de visiones del presente. Recuerdo que en mi niñez la Sabana de Bogotá estaba salpicada de humedales y lagunas donde anidaban las tinguas y venían a descansar los patos canadienses en su viaje hacia el sur. En las chambas que separaban los potreros había ranitas verdes, y en cierta época del año brotaban cucarrones de la tierra. En el río Bogotá (al norte: al sur de la ciudad ya no), se podía nadar, y se podía pescar. Recuerdo que la primera vez que fui a los Llanos se podían ver manadas de venados. Recuerdo los páramos de la cordillera, acribillados de frailejones con las hojas peludas cuajadas de gotas de agua. Hoy no hay sino ganado y siembras de papa y minas artesanales de carbón, y en donde el camino cruza una quebrada ya no hay niños que vendan truchas, porque ya no quedan truchas. Recuerdo los nevados. Recuerdo la Ciénaga Grande de Santa Marta, cuando todavía era ciénaga y todavía era grande, cercada de manglares y llena de peces. Bejarano es más joven que yo, pero no tanto como para que sus paisajes de infancia hayan sido muy diferentes. Supongo, por ejemplo, que llegó a conocer el Valle cuando no era todavía una alfombra homogénea de caña no alterada ni siquiera por la sombra de un samán. De todo eso no queda nada. Y quedaría todavía menos –este país sería un desierto desde La Guajira hasta Leticia– si de la marcha incontenible del progreso, de eso que Bejarano llama “desarrollo sostenible”, el “absolutismo” de los “energúmenos” conservacionistas no hubiera logrado salvar una laguna por aquí y un pedazo de bosque por allá. Pese a lo cual el columnista asegura impertérrito: –“Aquí la dictadura ambiental impone el uso de la tierra sin que intervenga ninguna instancia medianamente democrática”. ¿Además de ciego es sordo? ¿Nunca oyó hablar de la consulta popular que ganaron en Piedras, Tolima, quienes prefirieron el agua de beber del pueblo al oro para la multinacional Anglo Gold Ashanti? ¿Nadie le contó de masivas protestas en el departamento de Santander contra la prometida entrega del páramo de Santurbán a las empresas mineras? Dice un refrán que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Y no hay ciego más ciego que el que se niega a ver. Le sugiero a Ramiro Bejarano que pida cita con urgencia en un centro de especialistas en oftalmología y otorrinolaringología. (Aunque él de la laringe está muy bien, o eso parece).