Tal vez sea prematuro opinar sobre las posibilidades de Hillary Clinton como presidenta de los Estados Unidos, pues tal vez no va a llegar allá. Y sobre todo tal vez sea completamente inútil, porque sobre esas cosas no tiene influencia la opinión de nadie, ni la de los votantes. Solo cuentan el azar y el dinero. Sin haber empezado todavía, la campaña de Clinton lleva ya gastados más de cien millones de dólares, y le faltan, se calcula, unos mil más. A sus rivales todavía innominados, otro tanto por cabeza. Cada cuatro años los costos de las elecciones presidenciales norteamericanas se decuplican, y la Corte Suprema acaba de derribar al respecto todas las talanqueras con el argumento de que el dinero es una forma de la libre expresión. Como lo es, sin duda. La acabo de llamar ‘Clinton’. No es un simple detalle sin importancia. Es que Hillary, que siempre quiso conservar su apellido de soltera Rodham para, según decía, seguir siendo ella misma, las dos veces en que ha lanzado su nombre a la candidatura presidencial (ahora y hace siete años, frente a Barack Obama) ha preferido llevar por delante el apellido Clinton de su marido el expresidente Bill. Oportunista. No es que ella misma sea novedad. Ya la conocía el gran público desde los ocho años de mandato de su marido, en los cuales se movió mucho: habían sido elegidos “dos por el precio de uno”, según dijo Bill entonces. Y ya desde mucho antes, desde cuando él era gobernador de Arkansas, sus enemigos del Partido Republicano la consideraban su eminencia gris y la llamaban “Lady Macbeth”, como la heroína shakesperiana que incitaba a su marido al crimen. Como primera dama de la Unión también se hizo notar, tanto en lo público –la iniciativa de la fallida reforma de la salud fue suya– como en lo privado –el respaldo a Bill durante el escándalo sexual de Mónica Lewinsky–. Y a continuación fue senadora por Nueva York durante ocho años más, y, tras retirar su precandidatura presidencial por el Partido Demócrata frente al arrollador Obama, secretaria de Estado de su rival durante su primer periodo. Oportunista. ¿Qué irá a ser, si gana la Presidencia? Sean los que sean su pasado o su condición, liberales o conservadores, de mujer como Clinton o de negro como Obama, da más o menos lo mismo: un presidente de los Estados Unidos es ante todo eso: presidente de ese Leviatán gigantesco que son los Estados Unidos. El peso del cargo los arrastra. En lo interno su posición les otorga alguna influencia, aunque bastante difuminada por los contrapesos del Congreso, del poder judicial y de los poderes locales de los estados federales: y ahí se reflejarían sin duda las tendencias liberales de Hillary en lo social. Pero en lo externo, que es donde más pesan los presidentes norteamericanos, Hillary no es nada de fiar. Es un halcón. Partidaria, como senadora, de todas las guerras de Bush. E impulsora, como secretaria de Estado, de las nuevas que desató Obama. Basta con recordar, en la televisión, aquel escalofriante alarido de alegría que soltó cuando le contaron por teléfono que su hasta pocos meses antes aliado Muhamad Gadafi de Libia había sido linchado por su pueblo, harto de los bombardeos ordenados por ella. Sin embargo, desde el lado de la ilusionada esperanza nos hablan bien de Hillary Rodham Clinton. Porque es mujer. Como si las mujeres en el poder, por viudas o por huérfanas o por méritos propios, hubieran sido mejores que los hombres en algún momento de la historia o en algún sitio de la geografía. Y no faltan los ejemplos, desde la faraona Hatsepshut en el antiguo Egipto hasta la presidenta Cristina Kirchner en la actual Argentina. Reinas, primeras ministras, esposas de presidentes, cualquier cosa que hayan sido: Mesalina en Roma, Catalina en Rusia, Indira en la India, Imelda en las Filipinas, la Thatcher en Inglaterra, todas tan corruptas y dañinas como si fueran hombres. No, no me gusta Hillary Rodham Clinton, ni por lo Clinton, ni por lo Rodham, ni por lo Hillary. Aunque tengo que reconocer que tal vez me ciega la experiencia: lo que pasa es que no me gustan los presidentes de los Estados Unidos. Y, la verdad, digan lo que digan, yo creo que en el fondo no le gustan a nadie.