Todos se escabullen y buscan asilo en el extranjero, arguyendo “falta de garantías”. La exdirectora del DAS María del Pilar Hurtado, que, la verdad, tampoco daba muchas garantías a la gente que espiaba (aunque ese no es el punto). El exalto comisionado de Paz Luis Carlos Restrepo. El exministro de Agricultura Andrés Felipe Arias. La excontralora Sandra Morelli. Y por su parte, arguyendo también “falta de garantías para las víctimas” por parte de la Mesa de conversaciones de paz de La Habana, renuncia a la Comisión de Paz de la Cámara de Representantes la exsecuestrada por las Farc Clara Rojas. También se ha quejado de falta de garantías el expresidente Álvaro Uribe, que nunca se las dio a nadie (aunque ese no es el punto), en varias ocasiones: falta de garantías electorales, cuando no pudo barrer en las elecciones parlamentarias desde la oposición, tal como desde el poder estaba acostumbrado a hacerlo siempre; y falta de garantías procesales cuando, tras acusar al presidente Juan Manuel Santos de haber recibido dos millones de dólares de los narcoparamilitares, dijo que no presentaría sus pruebas ante la Fiscalía, como hubiera debido hacerlo, sino solo ante su amigo el procurador. Para reconocer finalmente que no las tenía.Y, naturalmente, se quejan también de falta de garantías los reclamantes de tierras al borde de ser asesinados por los expoliadores, las víctimas de los muchos frentes del conflicto, los dirigentes sindicales amenazados. Todo el mundo.Y todos tienen razón. Aun cuando su queja vaya dirigida a quien no toca, como en el caso de Clara Rojas y la Mesa de La Habana, tienen motivos sólidos quienes denuncian la falta de garantías para los ciudadanos por parte de las instituciones en Colombia. En primer lugar, por parte del aparato de Justicia. Pero también de otros: no hay garantías por parte del antiguo y falsamente disuelto DAS, no hay garantías por parte de la Dian, ni de las Fuerzas Armadas, ni de las corporaciones autónomas departamentales, ni de la Unidad Nacional de Protección. Pero, sobre todo, no las hay por parte de la Justicia. Hace unos días una encuesta mostró que el aparato de la Justicia ha logrado algo que parecía inimaginable: superar al Congreso en descrédito. Los jueces, de arriba abajo, están más desprestigiados que los parlamentarios. Y son mucho más numerosos que ellos, y tienen mayor influencia directa sobre las vidas de los colombianos. Se los vé como corruptos, venales, holgazanes y arbitrarios. De arriba abajo, digo. Los nombres de los jueces de abajo –de alguno promiscuo municipal que trata pequeñas causas– solo salen a la luz cuando cometen alguna barbaridad particularmente llamativa para el entretenimiento de la prensa. La condena a diez años de cárcel de un ratero de chocolatinas, o la casa por cárcel para algún pesado narcotraficante. Los nombres de los jueces de arriba, los de las altas cortes, se repiten a diario. Porque a diario se turnan los unos a los otros en los altos cargos en lo que se ha comparado con un carrusel en el que una y otra vez van pasando en redondo los mismos caballitos de feria: ¡ahí va Munar otra vez! ¡Aquí viene Ricaurte! ¡Vuelve y pasa Villarraga! Las cárceles están repletas de gente que no ha sido juzgada, ni lo será en años: y al mismo tiempo salen libres, también sin juicio, delincuentes ricos y poderosos. Se multiplican los grandes procesos penales, con gran aparato de cada día más gordos abogados: y no paran en nada. Prescripción, preclusión, vencimiento de términos, vicios de forma. Y en todos los procesos se enreda la política. Tanto por exceso como por defecto, la Justicia en Colombia no funciona. La respuesta ha sido, por parte de los gobiernos, el desinterés y el abandono. El de Álvaro Uribe suprimió el ministerio del ramo. El de Juan Manuel Santos lo resucitó, pero ha tenido a su cabeza cuatro ministros en cuatro años, y ha presentado sin convicción ni estudio dos proyectos, abortados ambos, de reforma de la Justicia. (La única novedad es que los llaman de reforma a la Justicia).Encuentro por casualidad en una biografía de Cristóbal Colón estos renglones que copio sobre los días caóticos del gobierno del almirante en la isla de La Española (hoy Santo Domingo y Haití):“En la España de finales del siglo XV la Justicia era muy dura, aunque pocas veces se aplicaba. La ley era farragosa, y excepto en los nuevos tribunales de la Inquisición, muy populares, protegía los derechos del acusado. Era aplicada por autoridades concurrentes, por diferentes estratos que se superponían y que se equilibraban unos con otros”.Justicia farragosa, dura en la teoría y que raras veces se aplica. Y entusiasmo popular por la Inquisición, que no respetaba los derechos de los acusados, siempre feroz y siempre punitiva. Así es hoy aquí, quinientos años más tarde.