De cuando en cuando, con el pretexto de algún acto desesperado de resistencia palestina contra la ocupación israelí, Israel lanza una operación de castigo que deja unas decenas o unos centenares de palestinos muertos. Son como los pogromos que en la Rusia zarista se hacían contra los judíos en los ghettos del siglo XIX, o como las judiadas contra las juderías en la España medieval, antes de la expulsión definitiva de los judíos españoles. Son operaciones de control de Policía en los territorios ocupados por Israel. Porque Palestina no existe. Miren un mapa. O, mejor, miren la sucesión de mapas que muestra lo que ha sido la ocupación progresiva por Israel de toda la tierra de los palestinos entre 1947 y 2014, hecha por amputaciones sucesivas. En el 47, en la partición de las Naciones Unidas, que los árabes no aceptaron, todavía se les atribuía más de un tercio del país que había sido suyo, así hubiera estado ocupado por imperios ajenos desde la remota antigüedad: desde que hace tres mil años llegaron allá los judíos huídos de Egipto con Moisés y Josué, cortando cabezas y prepucios de los habitantes locales, amalecitas, amorreos, cananeos, etcétera, para satisfacer, decían, las exigencias de su intolerante Dios único que los había señalado como su pueblo elegido y les había prometido para ellos toda esa tierra ajena. A los judíos acabaron echándolos de la región el emperador de Roma Diocleciano y su hijo Tito, hartos de sus continuas “intifadas” (si se me permite la palabra) contra la ocupación romana, y los dispersaron por todo el imperio. Pero siempre quisieron volver a su tierra prometida, Eretz Israel – “si yo te olvido, oh Jerusalén…”–, y lo consiguieron por fin a principios del siglo XX, cuando el imperio entonces dominante, que era el británico, les cedió tierra de los palestinos para instalar allí un Hogar Nacional Judío. Que podía servir, como decía Teodoro Herzl, el fundador del movimiento sionista de retorno de los judíos a su hogar milenario, como una cuña de civilización en medio de la barbarie árabe. Llegaron unos cuantos millares, y fundaron kibutz. Con la aparición del nazismo en Europa llegaron muchos más, buscando refugio. Y así creció Israel, que hoy tiene la forma afilada de una hoja de cuchillo de carnicero kosher, cuyo mango sería el Líbano, clavada en la mitad geográfica del mundo árabe y musulmán. Miren el mapa (los mapas: los encontrarán en Google). La punta está en el mar Rojo. Hay una estrecha franja alargada en el borde de la hoja que da a Egipto, que es la Franja de Gaza invadida en estos días. Y al otro lado, en el filo de la hoja que da a lo que hoy es Jordania (otro pedazo de tierra palestino regalado por los británicos a los jerifes hachemitas de La Meca, los hombres de Lawrence de Arabia), está Cisjordania: un abigarramiento de pequeñas manchas como de herrumbre, que los más extremistas de entre los israelíes quisieran poder frotar y limpiar. Son los enclaves palestinos que sobreviven, menguantes, como un archipiélago de ghettos encerrados por muros levantados por Israel y carreteras custodiadas por retenes militares israelíes que sirven para comunicar las docenas de asentamientos de colonos judíos instalados en tierra palestina y, a la vez, para incomunicar las comunidades palestinas.Son los “territorios ocupados” de que hablan las resoluciones de la ONU.Es esa ocupación militar de su país (que carece de Estado, pues no lo permite Israel), y ese despojo de lo que fueron sus huertos arrancados y sus olivares talados, los que provocan de tiempo en tiempo las intifadas palestinas: las sublevaciones armadas contra el ocupante. Hoy con cohetes, pero en los primeros tiempos con simples piedras, como aquella con que el judío David venció al gigante filisteo Goliat. Del nombre ‘filisteo’ se deriva etimológicamente el gentilicio ‘palestino’.Sé que estas consideraciones históricas son políticamente incorrectas. Así me lo hará saber, por carta a la dirección de esta revista, el funcionario de turno de la Embajada de Israel.