Anunciaron los periódicos que una nueva ley había dispuesto la reanudación de la clase de historia en los colegios, abandonada hace 32 años por disposición de otra ley que la integró con las de geografía y democracia en un sancocho llamado “ciencias sociales”. Y muchos llegamos casi a entusiasmarnos: por fin una ley sensata, en este país leguleyo colmado de leyes insensatas, o inanes, o dañinas. La ley número 1.874 del 27 de diciembre de 2017 (nada menos: eneste país se aprueban cerca de 2.000 leyes al año, y eso que casi nunca hay quorum en el Congreso) que corrige la Ley 115 de 1994 (aquí los legisladores solo aciertan cuando rectifican) por la cual se había promovido la ignorancia escolar.Yo llegué casi a entusiasmarme con la nueva ley porque pensé, por una vez de acuerdo con su promotora la exsenadora Viviane Morales, que “nuestra generación de jóvenes conoce muy poco la historia de nuestro país” y es por eso “una tarea indispensable revivir la enseñanza de la historia como materia obligatoria e independiente”. Pero pronto me pasó el entusiasmo. Porque a comienzos de enero saltó el Ministerio de Educación, en la persona de su directora de Calidad Educativa, Mónica Ramírez, a sofocarlo diciendo que no, que la ley nueva no cambia la vieja, que la historia no se puede separar de las ciencias sociales, que son geografía y democracia. O, más exactamente, “educación para la democracia, la paz y la vida social”. La historia debe ser enseñada “como una disciplina integrada en los lineamientos curriculares de las ciencias sociales”.Eso es evidente, por supuesto, en la teoría: la historia no puede entenderse por fuera de su contexto geográfico, ni como una serie cronológica de nombres y de acontecimientos sin condicionamientos sociales y económicos. Pero en la práctica lo que han mostrado estos 30 años de tal “integración de lineamientos” es que los estudiantes de los colegios, y en la mayoría de los casos de las universidades también, se quedan sin saber nada de historia ni de geografía. En cuanto a la educación para la paz y la democracia, basta con echar una mirada en torno para deprimirse sobre sus resultados. Y con la vida social pasa lo mismo. Salvo que por “vida social” entienda el Ministerio de Educación lo mismo que entiende la revista Jet-Set.Tomo esta información de un artículo de Simón Granja Matías, periodista de Educación de El Tiempo, donde cuenta que “según la funcionaria (del ministerio) lo que busca la ley es contribuir a la formación de una identidad nacional que reconozca la diversidad étnica de la Nación colombiana; desarrollar el pensamiento crítico a través de la comprensión de los procesos históricos y sociales de nuestro país en el contexto americano y mundial; y promover la formación de una memoria histórica que contribuya a la reconciliación y la paz en nuestro país”. Para lograrlo, la ley establece la creación de una “Comisión Asesora para la Enseñanza de la Historia” (de complicadísima conformación: intervienen desde la Academia de Historia y los sindicalistas de Fecode hasta las asociaciones de padres de familia de todo el país). Pero lo que importa en fin de cuentas es el empeño del ministerio en mantener intactos los propósitos de la antigua ley de 1994.Concluye el artículo de Granja señalando que “otros expertos (aseguran) que aunque es importante que se preste atención a la historia, también es de cuidado, pues puede servir para intereses políticos”.Que es exactamente la razón por la cual la ley del 94 decidió ahogar la atención por la historia en el engrudo de paz y democracia y geografía que le quitó el filo político. O, mejor, que se lo volvió a quitar; pues ya lo había perdido a principios del siglo XX desde que la pacata Hegemonía Conservadora instaló una patriotera historia oficial que siguió siendo la misma hasta la Nueva Historia, con filo, de Jaime Jaramillo Uribe a finales de los politizados años setenta. Esa ley castradora del gobierno de César Gaviria, que promovía la ignorancia, fue uno más de los frutos de lo que ese presidente llamó entonces “el futuro”, al cual nos quiso dar la bienvenida. Un fruto envenenado. Como lo pudimos apreciar cuando su hijo Simón, que era en ese entonces un niño de colegio, resultó tres décadas más tarde incapaz de leer de corrido un proyecto de reforma de la justicia. La ignorancia es útil a corto plazo, pero se paga después.