Julian Assange lleva años encerrado en un cuarto sin baño de la embajada del Ecuador en Londres, y Chelsea (antes Bradley) Manning está presa en una cárcel militar de alta seguridad en los Estados Unidos, por la divulgación de los wikileaks, los papeles secretos del Pentágono sobre las guerras de Afganistán y de Irak. Edward Snowden lleva años asilado en un hotel de Moscú por la divulgación de los papeles secretos de la agencia de seguridad norteamericana NSA sobre su espionaje masivo a amigos y enemigos. ¿Meterán preso también, cuando lo cojan, a este otro hacker, anónimo como lo eran ellos tres, que acaba de divulgar a través de un periódico alemán 11 millones de documentos de un bufete de abogados panameños que abría cuentas bancarias secretas y creaba empresas off shore para evadir impuestos para clientes de medio mundo?No es probable. Primero, porque entre las decenas de millares de señalados en las revelaciones de los Panama Papers no figura, curiosamente, ningún ciudadano norteamericano. Están los amigos músicos del presidente ruso Putin, la tía del rey de España, el presidente de la Argentina, un futbolista del Barcelona, el difunto padre del primer ministro inglés, un cuñado del exalcalde de Bogotá, el rey de Arabia Saudita, el primer ministro de Islandia, el cuñado del presidente chino… Más de un año llevan espulgando los papeles, anónima y gratuitamente cedidos por un hacker, 160 sabuesos de 60 países reunidos en un Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación; y no han encontrado –todavía– ningún norteamericano. Asombroso. Pero no porque los ciudadanos de los Estados Unidos sean tan pulcros en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales que a ninguno se le haya ocurrido abrir una cuenta en un paraíso fiscal como Panamá. Sería tan inverosímil como lo del narcotráfico: como saben los lectores, los norteamericanos consumen la mitad de las drogas prohibidas del mundo, pero no hay ninguno que negocie con ellas.Lo que pasa es que el escándalo se ha centrado en uno solo de los cientos de bufetes de abogados que en Panamá se dedican a eso, legalmente; y son docenas los paraísos fiscales donde miles de bufetes semejantes, también legalmente, inventan empresas de fachada y compañías de papel que sirvan de refugio a los capitales del mundo entero que se rehúsan a pagar impuestos. Tiene razón el abogado Ramón Fonseca, el socio del bufete implicado, cuando dice que “nadie habla del ‘hackeo’, y es el único crimen que se ha cometido. El mundo acepta ya que la privacidad no es un derecho humano”.Pero no es eso: es que este ‘hackeo’ demuestra que Panamá no puede garantizar la privacidad que el mundo de los ricos reclama: la del dinero. Tampoco la garantizan ya Suiza ni Hong Kong, que son los dos primeros de una lista de paraísos fiscales elaborada por el periódico inglés The Guardian. Y en cambio parece que sí la garantiza el tercero de la lista: los Estados Unidos, como habrá adivinado ya el lector. O así lo creen, al menos, todos los inversores que están trasladando allá cientos de miles de millones de dólares procedentes de cuentas secretas no solo en Panamá, sino en Litchenstein y en Malta, en Andorra y en Jersey, en la isla inglesa de Man, en las Bahamas, en Irlanda, en Bahrein, en las Antillas Holandesas. En los pocos días transcurridos desde que afloró el escándalo deben de ser ya decenas de miles las empresas de fachada que se han sumado al millón ya existente en el estado norteamericano de Delaware, verdadero edén de los dineros opacos.Esa es la segunda razón por la cual el anónimo hacker que publicó los secretos del bufete panameño no irá a la cárcel como Manning, ni tendrá que buscar asilo como Assange y Snowden: su delito informático no perjudica a los Estados Unidos, sino que resulta benéfico para su economía. En vez de una condena, recibirá una condecoración.Aunque flota una duda. Tampoco estarán a salvo de los hackers las cuentas secretas en los miles de bancos de Delaware, si no lo estuvieron los documentos del Pentágono ni los de la NSA.