Escribo antes de la liberación del general Alzate, anunciada por el presidente Santos para el sábado y prometida por las FARC para el domingo, si no llueve. Y enredada desde el principio por los grandes operativos de búsqueda y rescate emprendidos por el Ejército a lo largo del río Atrato y en las selvas del Chocó, que se prolongaron hasta mucho después de pactada la entrega del general, sin que se conozcan los motivos de la dilación. Dilación que es solo un detalle. Un detalle de los muchos que en las últimas décadas, por lo menos desde las primeras tentativas de acuerdos de paz con las guerrillas decididas por el gobierno de Belisario Betancur, muestran la a veces sorda y a veces abierta oposición de los militares, a veces casi en bloque y a veces, como ahora, bajo la forma de subrepticias ruedas sueltas, a que la paz negociada pueda lograrse. Antes de las inexplicadas dilaciones de que hablo hubo otro detalle diciente: la comunicación por la inteligencia militar al senador Uribe Vélez, antes que al presidente Santos, de la captura del general. Y la publicación de la noticia por el senador, reconocido enemigo de la paz. No “agazapado”, como se decía en tiempos de Betancur: sino a cara descubierta; o, al menos, tan semidescubierta como la llega a tener Uribe, que sigue asegurando santurronamente que él no está contra la paz, en abstracto, sino solo contra esta paz concreta con las guerrillas de las FARC que adelanta su sucesor Santos, a quien por eso califica de traidor. Pero el problema no es Uribe, que desde la oposición se empeña en proseguir la misma política de guerra que impulsó desde el poder. Y lo hace con esta revelación ahora como lo hizo hace dos años con aquella, más peligrosa, de las coordenadas geográficas en donde iban a ser recogidos para viajar a La Habana los negociadores de las FARC. Tal vez por esos intentos de sabotaje Uribe merezca mucho más que Santos el calificativo de traidor: está revelando secretos de inteligencia militar. Pero el problema no es él, sino quien se los transmite: la propia inteligencia militar en alguna de sus múltiples formas, desde un café internet como en el caso de Andrómeda o desde el corazón de un cuartel, con hacker alquilado o por medios oficiales. El problema no es Uribe, en este caso simple correa de transmisión, sino los militares enemigos de la paz agazapados, ellos sí, dentro de las Fuerzas Armadas. Pues es evidente que no todos los miembros de esa institución respaldan la iniciativa de paz del gobierno. Dentro de los retirados, frente a generales como Jorge Enrique Mora y Óscar Naranjo, que participan en las discusiones de la mesa de La Habana, se alza el botafuegos del general Jaime Ruiz, presidente de Acore, que se opone en redondo a tales diálogos. Y dentro de los que están en activo, y frente al general Javier Flórez, exjefe del Estado Mayor Conjunto, y los altos oficiales que lo acompañan en el Comando de Transición, también en La Habana, están los desconocidos, pero sin duda numerosos, militares que consideran que la manera adecuada de acabar con la existencia de la guerrilla es a plomo. Como ha venido intentándose, con espasmódicas interrupciones de diálogo, desde hace más de medio siglo. Como lo quiso hacer en vano Uribe Vélez en sus ocho años de gobierno, y como lo sigue predicando hoy desde su curul y desde su Twitter. Quien debería estar en capacidad de identificar a esos saboteadores internos, a los que en buen romance hay que llamar traidores, es el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón. ¿Pero de qué lado juega el ministro Pinzón? Vocifera tanto como el general (r) Ruiz, presidente de Acore. Pero al mismo tiempo mantiene su cartera de ministro subordinado a la política del presidente Santos. ¿A qué juega? No soy yo quien debiera hacer esta pregunta desde una columna de prensa. Sino Juan Manuel Santos desde la Presidencia.