Rompe el derecho de la guerra el presidente Donald Trump al mandar matar al general Qasem Soleimani, segundo hombre del régimen iraní. Porque a los jefes no se los mata. Es como en el juego del ajedrez: al rey se lo amenaza y se lo acorrala, y ahí se termina la partida. Pero no se lo come nadie: ni la torre, ni la reina, y mucho menos un peón. La persona del rey es inviolable. Y así ha sido a lo largo de la historia, porque los reyes tienen entre sí una solidaridad mayor que la que pueda tener cada rey con sus súbditos: con su pueblo. A los reyes, a los jefes de Estado, a los primeros ministros o a los altos generales de un país los pueden matar sus propios pueblos. Pero sus enemigos, no. Es por eso que el asesinato con dron del general Soleimani, ordenado por el presidente Donald Trump, no es una simple decisión de Estado, sino un crimen de guerra.

La tradición viene –o el derecho– de los romanos, que inventaron el derecho: “Roma no paga traidores”, sentenció el Senado romano al rechazar el asesinato en Hispania del rebelde lusitano contra Roma, Viriato, en el siglo segundo antes de Cristo. Y hasta en las guerras civiles: Julio César hizo ejecutar a los asesinos que le entregaron la cabeza cortada de su adversario Pompeyo. Pero, más allá de lo tradicional y lo jurídico, lo de no matar a los jefes enemigos es más bien un imperativo ético, por injusto que pueda parecer: siempre se ha considerado más respetable y legítimo exterminar a todos los soldados de un ejército que matar a sus jefes, y se ha tenido por más limpia y respetable una guerra que un homicidio. Será inmoral, pero es así. Y desde hace varios siglos esa prohibición está consignada en tratados internacionales sobre las leyes de la guerra. Así los ingleses no ejecutaron a Napoleón, y los aliados no ahorcaron al Kaiser alemán cuando terminó la Primera Guerra, ni en la Segunda trataron de asesinar a Hitler, y hasta los propios nazis, que eran una pandilla de bandidos sin ley, se abstuvieron de bombardear la casa de campo de Churchill cuando estuvo a su alcance. Hasta los nazis, que eran una pandilla de bandidos sin ley, se abstuvieron de bombardear la casa de Churchill cuando estuvo a su alcance. Porque por lo general ese tabú se ha respetado. Salvo, en los últimos tiempos, por parte de dos países, que se consideran ambos elegidos de Dios, y por consiguiente por encima de las leyes de los hombres: Israel y los Estados Unidos. Israel ha asesinado a varios dirigentes de la resistencia palestina, a veces por teléfono, como en el caso de Yahie Ayash, a quien le estalló el suyo en el oído. Tal vez también al propio Yasser Arafat, presidente de la Autoridad Nacional Palestina, envenenándolo en su casa presidencial de Ramala con un compuesto radiactivo. Los Estados Unidos lo han intentado muchas veces, y logrado unas cuantas, con bastantes dirigentes de países extranjeros que han considerado sus enemigos. El almirante japonés Isoroku Yamamoto en 1943. Y es curioso que los comentaristas norteamericanos que en estos días han escrito sobre Soleimani no mencionan sino ese caso, ocurrido en plena guerra abierta, y no los varios ejemplos de dirigentes latinoamericanos asesinados por los Estados Unidos en tiempos de paz: el dominicano Trujillo, el panameño Torrijos, el ecuatoriano Roldós, el chileno Allende. O el cubano Fidel Castro, objetivo superviviente de por lo menos ocho tentativas de asesinato de la CIA. “Despreciables criaturas”como llamó en su momento a los dirigentes colombianos el presidente Teodoro Roosevelt cuando se negaban a entregarle el canal de Panamá. Y otros extranjeros más, también de razas consideradas por ellos inferiores: el congolés Lumumba, el iraní Mossadegh, el iraquí Sadam Hussein, el libio Gaddafi. Y no solo ordenaron tales crímenes presidentes norteamericanos guerreristas (como, por lo demás, lo han sido casi todos: Kennedy, Johnson, Nixon, Reagan, los dos Bush; y de ahí para atrás), sino incluso aparentes mansas palomas como Carter y Obama, que recibieron sendos Premios Nobel de la Paz. Bajo Carter, la CIA organizó el asesinato del arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, incómodo para las operaciones del gobierno norteamericano en América Central. Bajo Obama, el Pentágono mató en Pakistán al jefe de Al Qaeda, Osama bin Laden, ante los gritos de gozo de la entonces secretaria de Estado, Hillary Clinton. Y con varios jefes de la guerra civil yemení, Obama estrenó el método del asesinato por dron teledirigido desde Washington: el mismo que Donald Trump acaba de usar para dar muerte a Soleimani. ¿Eso es bueno? Es inmoral, es ilegal. Pero ¿es útil?

Para los Estados Unidos, no. Les complica la vida en el barril de pólvora del Medio Oriente. Pero para Donald Trump, personalmente hablando, sí. Además de que distrae la atención sobre el juicio de su impeachment, parece convertirlo en un verdadero “presidente de guerra”, que es lo que más admiran los electores rasos norteamericanos. Y en particular los partidarios de Trump: blancos y pobres. Los hace sentir fuertes, temidos, superiores, al menos al principio de sus guerras. Después, cuando las empiezan a perder, el presidente de los Estados Unidos es ya el siguiente. Pero a Trump, por eso, lo van a reelegir. Y seguirá perdiéndolas.