A lo largo de 40 años, el padre Eduardo Monzón ha estado al servicio de una legión de feligreses en Medellín. Lo llaman de El Poblado, de la comuna 13, del barrio Santo Domingo Savio y él acude a confesar, a visitar un enfermo en el hospital, a imponer los santos óleos a un moribundo. También da consejos por teléfono o personalmente y escucha toda clase de problemas, no solamente de parte de laicos, sino también de otros religiosos. Él dice que ejerce el ministeriode la oreja.

Es un sacerdote itinerante. En Santa Elena, tierra de los silleteros, lo conocen todos los campesinos, pues allá construyó la capilla de la Santa Cruz del Tambo. Cuál es la razón de ser de la vida si no es hacer la vida menos difícil para el prójimo, se preguntaba en el siglo XIX el novelista George Eliot. Eduardo Monzón ha sido un bálsamo para miles de personas, me cuenta un amigo suyo que ha visto las decenas de agendas en las que el padre anota los nombres de quienes han recibido de él los sacramentos desde cuando tenía 30 años. Ahora tiene 75 años y esas agendas llenan varias cajas. El padre está de mudanza. La casa de su familia en el barrio Prado, donde por los últimos 20 años cuidó a su mamá anciana y enferma, fue vendida.

La generosidad que el padre Monzón prodigó a muchos no la recibió de vuelta en este año en que cumplió los 75. Él no tiene sueldo de la curia, ni ahorros, ni pensión, ni propiedades, ni vehículos, ni billetera, ni tarjeta de crédito, ni celular. Sus feligreses lo llaman a un teléfono fijo. Ha vivido de las ofrendas. Entró al seminario a los 15 años y en 1969 fue ordenado monje benedictino. Vivió varios años en el antiguo monasterio en Usme junto con benedictinos catalanes como Lorenzo Ferrer y Martín Canys. Luego los monjes se trasladaron al actual monasterio en Guatapé, Antioquia. El gran agnóstico del siglo XX, Bertrand Russell, en su Historia de la filosofía occidental reconocía la deuda del mundo con los eruditos monjes benedictinos. San Benito fundó hacia el año 520 de nuestra era el monasterio de Montecassino, entre Roma y Nápoles, famoso como abadía y por su biblioteca.

El padre Monzón, que se quedó sin casa, necesita ahora techo para él y para sus libros, que cubren historia, geografía, filosofía, ciencias naturales, arte y mística. Son tantos que necesitaría un apartamento para él y otro para la biblioteca. El padre Monzón lee a san Agustín, al jurista y teólogo neerlandés Hugo Grocio, al teólogo bizantino griego Gregorio Palamás y señala como sus amores intelectuales a san Juan Crisóstomo y a Nikos Kazantzakis, el escritor griego que una vez exclamó: “¡Qué máquina extraña es el hombre. Lo llenas de pan, vino, pescado y rábanos y luego salen suspiros, risas y sueños!”.

Es cierto que el padre podría irse a vivir en una celda en el monasterio de Guatapé, pero como todavía tiene buena salud quiere quedarse en Medellín para seguir sirviendo a sus fieles. El padre Monzón no es dogmático ni doctrinario, sino que ejerce su ministerio con pequeños actos de bondad, sin nombre y olvidados, como decía el poeta Wordsworth. Habla con voz pausada, cálida y sincera, como si estuviera cantando un salmo. Además, sonríe con entusiasmo y tiene sentido del humor.

Como los testigos de Jehová tocaban a menudo en su casa en Prado, optó un día por decirles que para abrir la puerta tenían que darle la contraseña porque ese era un club nudista. Santo remedio. Un par de amigos del padre quieren apelar a tantas personas que lo estiman y que no saben de sus dificultades económicas actuales para pedirles que envíen la ayuda que esté a su alcance a la cuenta de la capilla en Santa Elena: cuenta de ahorros Bancolombia n.º 31688921905. En esa capilla reposan las cenizas de uno de los muchos amigos del padre: Gerardo Reichel-Dolmatoff, el fundador de la antropología en Colombia. También pueden comunicarse al WhatsApp 311 452 8984 o a este correo: elpadremonzon@gmail.com.

Un viejo proverbio español dice que una onza de madre vale una libra de clero. Habría que modificar el adagio. Una onza de la palabra y de la presencia del padre Monzón equivalen a una onza de madre. El prototipo de clérigo distante y autoritario no encaja en lo más mínimo con este austero monje benedictino. Es la compasión lo que recuerdan los feligreses de este religioso ambulante que recorre Medellín en taxi, a la hora que lo llamen. Él no ha vivido en vano, como decía Emily Dickinson: “Si evito que un corazón se rompa / No habré vivido en vano / Si alivio el dolor de una vida / O calmo una pena / O llevo un desfalleciente petirrojo / De nuevo a su nido / No habré vivido en vano”.