Me imagino a Putin y a Xi Jinping frotándose las manos. Ninguno de los dos tiranos soñó que su único enemigo de peso se lanzaría al abismo con una sonrisa en los labios. Pensar que tendrán enfrente a un octogenario con frecuentes lagunas mentales otros cuatro años o, en su defecto, a un errático populista, cercano a los 80, con fuerte contestación social interna y planetaria, es el escenario que solo sus asesores más optimistas habrían pintado.
Supone que podrán apretar el acelerador de sus delirios expansionistas y socavar la estabilidad de las democracias occidentales. Con una Unión Europea cada día más pusilánime y burocratizada, sin rumbo claro ni auténtica unidad, ni líderes carismáticos, solo quedaba la esperanza de que Estados Unidos reasumiera su papel de faro mundial de las libertades. Y que sirviera de muro frente a las ansias invasoras y destructivas de las mencionadas dictaduras.
Pero escogieron la senda facilista, la que deja al descubierto las fugas de agua de las democracias, incapaces de confrontar el inmenso territorio que están conquistando los déspotas más despiadados. Nunca en la historia de Estados Unidos, desde que existen las encuestas, habían concurrido dos aspirantes tan impopulares.
Escuché a unos analistas explicar que el Partido Demócrata no podía cambiar a Joe Biden, pese a su edad y un raquítico índice de aceptación actual –37 por ciento–, porque causaría problemas internos en dicha organización. Tampoco sacar del ticket a Kamala Harris, que alcanzó su nivel de incompetencia y ha resultado un completo fiasco. Si al menos hubiese un recambio de peso, quedaría una esperanza.
Igual ocurre con los republicanos. Son conscientes de que Trump es un exabrupto, pero no se atreven a desafiarlo por temor a que los margine si llega a la Casa Blanca. El país, la estabilidad del planeta, la democracia en peligro, carece de relevancia al lado de los intereses particulares de la casta política, que diría Milei. Igual de impresentables ambos aspirantes.
Entretanto, en Moscú y Beijing el poder lo ejercen de espaldas a sus compatriotas, les importa un pimiento la opinión pública, en lugar de congresistas tienen lacayos, no respetan las leyes ni, mucho menos, soportan las siempre incómodas voces críticas de sus compatriotas. Difaman, deportan, apresan, encarcelan, desaparecen o asesinan a quien se les atraviese y siguen adelante con su apisonadora.
Y no olvidemos que Vladímir Putin se permitió el lujo de engañar a la comunidad internacional (¿recuerdan la famosa foto con Macron?) antes de arrasar Ucrania, consciente de la fragilidad de sus oponentes. Aunque falló en sus previsiones de una guerra exprés, ha coronado varios objetivos que las próximas elecciones norteamericanas facilitarán aún más.
Después de dos años de sufrimiento, de bombardeos constantes, de la pérdida de miles de vidas, la devastación de pueblos y ciudades y el éxodo de millones, a los ucranianos se les resquebraja la moral de combate, y Zelenski, que fue la imagen viva de la resistencia al opresor y concitó enorme respeto y solidaridad en el mundo libre, no despierta el entusiasmo de antes. Difícil mantener la antorcha en alto cuando los resultados no son los esperados y Occidente empieza a mandar signos de cobardía, egoísmo y agotamiento.
Por si faltara poco, la guerra en Gaza le ha arrebatado el foco de interés y ha dejado a Estados Unidos en una posición ambigua, por decir lo menos. La Casa Blanca no se puede permitir el lujo de dar la espalda a Israel, su más fiel aliado en Oriente Medio, ni ignorar la catástrofe humanitaria de los palestinos. Ese equilibrio imposible no solo evidencia que ni siquiera Netanyahu respeta a Biden, que le suplica aminorar la ofensiva para calmar a su electorado, sino que da alas a Putin y a algunos líderes de la extrema izquierda.
Petro es uno de ellos. Repudia a Israel, pero cierra los ojos ante la barbarie del exespía de la KGB y del dictador chavista, un conflicto que nos afecta de manera directa más que ningún otro.
No contento con sus amistades peligrosas, ahora ese político de vieja data, que ha sido congresista, senador, alcalde y presidente, se permite cacarear la infamia de que en Colombia las elecciones son menos confiables que las de Venezuela, una tiranía que nunca deplora. Si así fuera, supondría que está confesando que siempre ganó en las urnas con trampas.
Idéntica vileza a la pronunciada por el corrupto Lula. En vez de repudiar la injusta inhabilidad de María Corina Machado, deslizó un comentario rastrero: “A mí me impidieron participar en las elecciones del 2018 (por corrupto). Pero, en lugar de estar llorando, le indiqué a otro candidato que disputara los comicios”. Ya quisiera ese cobarde machista, que patea la democracia cuando encubre a Maduro, tener la gallardía y honestidad de la valiente mujer que desprecia.