Al revisar el reporte del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci) para 2023, siguen surgiendo las dudas de siempre con el optimista estimado de la ONU sobre el total de hectáreas de coca en nuestro país, y sus diferencias notorias con los estimados de la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas de la Casa Blanca (ONDCP). En las épocas en las que aun Colombia estaba comprometida con la erradicación (manual, peligrosa e inútil, valga decir), es decir en 2020 y 2021, las diferencias entre un estimado y otro llegaron a ser de un inverosímil del 71 %. ¿Cuánto será hoy?
Bajo la manida excusa de “diferencias metodológicas de interpretación”, Colombia siempre adoptó el dato Simci, sustancialmente inferior, como reflejo de su derecho a la irrealidad en la definición de su política nacional antidrogas.
Este problema de incertidumbre parece haber desaparecido en la administración Biden. Para nadie es un secreto que los Estados Unidos son el principal aliado de Petro por profundas afinidades ideológicas, por cuenta del pánico a su cercanía con China y por la ambigüedad de siempre en el manejo de la política antidrogas. ¿Quién lo hubiera creído hace tres años? No erradicar, promover la creación de clústeres de alta productividad cocalera y el control territorial de Grupos Armados Organizados (GAO), era la manera de ganarse el corazón de los gringos.
La gran conclusión del informe Simci 2023 es que las llamadas zonas “concentradas” o “enclaves” productivos de coca, situadas todas en los departamentos con mayor área de siembra (Cauca, Nariño, Putumayo y Norte de Santander) han logrado alcanzar lo que ya es innegable y fue el gran y principal objetivo guerrillero en los acuerdos de paz de 2016: materializar el Plan Birmania de Carlos Castaño.
En efecto, las áreas “concentradas”, que representan 202.000 hectáreas del total de las 253.000 sembradas de coca estimadas por Simci, se caracterizan por tener más de 12 hectáreas de coca por kilómetro cuadrado, tener presencia de GAO, GAO-r o GDO —ja, ja, ja, nada como la burocracia para generar siglas y eufemismos: léase mafias guerrilleras o de las otras— en más del 98 % de los municipios, tener altísimo nivel de incidencia de la coca en la economía lícita, aportar el 47 % del total de la deforestación anual del país (un dato que de seguro Petro resaltará en la COP16), ser escenario del 42 % de los combates de guerrillas y mafias con la fuerza pública y generar la gran mayoría de los homicidios de líderes sociales del país. Estas áreas “concentradas” son en la práctica la materialización del sueño dorado del narco y paramilitar, pero en cabeza de las Farc, el ELN y el EPL.
Son cuatro, en mi opinión, los logros alcanzados por los narcotraficantes en estas áreas que deben resaltarse.
Primero, el aumento de la productividad por hectárea y del beneficio de la hoja de coca y la extensión, según Simci de “un modelo productivo de perfil industrial, ahí se encuentra el 80 % de la coca, a pesar de que ocupan solo 50 % del territorio con presencia de cultivos de coca”. Esta realidad desvirtúa completamente el viejo mito del “campesinado” despojado (para usar la categoría fariana) sobreviviendo del cultivo ancestral (la coca nunca se cultivó por los indígenas, ya que era silvestre) que Petro y sus áulicos graznan por doquier. Después de 10 años de impunidad narcótica implementada por Juan Manuel Santos, en las zonas “concentradas” existe una cadena de valor con financiamiento constante, desarrollo agropecuario, know how industrial en el beneficio de la pasta de coca, mercados estables y sobre todo amplio control territorial que garantiza la estabilidad de la producción, su expansión acelerada y rutas de exportación controladas. Nada de “pobres” campesinos. Han logrado sofisticados clústeres de producción y exportación de coca.
Lo segundo, estas zonas “concentradas” se han logrado consolidar en las áreas de exportación marítima o terrestre de frontera. El sueño frustrado de la manufactura legal de Colombia lo ha logrado la coca. Instalar sus clústeres de producción de bienes exportables cerca de los puertos de embarque.
Tercero, como lo resalta Simci, los enclaves productores de coca y de su procesamiento están cada vez más cerca de los núcleos urbanos y en el caso de Popayán lo circundan a menos de 42 kilómetros de distancia en promedio. Esta “tolerancia” creciente tiene como efecto esencial el cuarto logro determinante en la ‘birmanización’ de una parte sustancial del país:
La relevancia de la economía de la coca en la economía lícita que aumenta exponencialmente gracias a la cercanía de los centros de consumo de bienes y servicios de la región. Esta característica no solo habilita mayores estructuras de lavado, sino que mancha, unta y contamina a cada vez mayores segmentos de la sociedad, generando un arraigo de la actividad mafiosa que trasciende de la intimidación militar o el control territorial.
Pero este desastre no es culpa de Petro. Su patética Política Nacional de Drogas 2023 – 2033 “Sembrando vida, desterramos el narcotráfico” no se ha implementado por fuera de los ceses al fuego comprometidos en los pactos de la Picota.
La impunidad fue la premisa de los acuerdos de paz de La Habana. Santos, sus negociadores y sus contrapartes lo sabían y lo aceptaron a espaldas del país y a pesar de su intuitivo rechazo en el plebiscito. Pero la impunidad pactada no era solo la que ahora, con el corifeo de Petro, le reclaman airados los líderes de las Farc a la JEP. La impunidad buscada y alcanzada es la que permitiría consolidar el plan mafioso de Carlos Castaño y el coronel Danilo González. ¡Gracias expresidente Santos!