Voy a decirlo desde el fondo de mi corazón y con absoluta claridad: yo no soy más que un deportista frustrado. Cambio lo poco que he, conquistado en esta vida, renuncio a las más acariciadas ambiciones con que me acuesto cada noche y me levanto cada mañana, no vuelvo a comer jamás los huevos revueltos con cebolla y tomate--máxima prueba de desprendimiento y de coraje--si el diablo me garantiza, aunque sea a cambio de mi alma, que me permitirá anotar un gol de chilena delante de setenta mil espectadores delirantes que corean mi nombre y delante, también, de las camaras de televisión. O si me promete que este año el ganador del Tour de Francia seré yo, y que escucharé aplausos como salvas al paso jadeante de la caravana, y multitudes de muchachas en flor, con pañuelos blancos, van a recibirme al aeropuerto y me lanzan manotadas de besos y claveles.Confieso que, hasta donde me fue posible y hasta donde me aguantaron los años y el exceso de kilos, hice todos los esfuerzos humanos por convertirme en un gran deportista. Desde las aguas mansas del recuerdo me llegan, como atrapadas por una telaraña, las imágenes de aquellos años felices en San Bernardo del Viento.Mi primer Idolo, inolvidable para toda la vida, fue Pascual Miranda, un campesino de José Manuel de Altamira que llegaba directamente del monte al estadio de beisbol. Se quitaba delante del público sus abarcas, ponla a un lado el garabato y el machete y se ponla la gorra y un uniforme de dril azuloso. Era un negro flaco y a lo lejos se velan sus dientes blancos. A la mitad del partido se salia del diamante, iba a la cerca y se comía seis empanadas de carne de las que hacia el señor Ochoa.Nunca perdió un juego. Es el más grande pitcher que he visto en mi vida. Traté de imitarlo y, para desgracia de mis esperanzas, me pegaron en el primer intento un pelotazo que me deJo zurumbático como una semana y me dejó además un chichón en la cabeza que conservo--orgullosamente pero en secreto--como el único trofeo ganado en mi fugaz y trágica vida de "pelotero". Después de eso, y como le pasa a todo el que fracasa jugando, me volví árbitro.Al cabo de los años--¡cómo pesan los recuerdos, Virgen Santisima!- mis compañeros Eduardo Behaine y Marcel Niño, a quien llamaban "El Barranquete", organizaron la primera competencia ciclistica de que se tenga memoria en los anales de San Bernardo del Viento. Creo que también fue la última. Se trataba de una doble a José Manuel. Decidí entonces que mi futuro estaba en el caballito de acero, y ya me veía subiendo afanosamente, cubierto de sudor y de gloria, a los premios de montaña, primero en el Alto de Minas, vencedor en las cumbres de La Línea, indómito rutero trepando a La Tribuna.De ese sueño maravilloso, tal como me sucedió en el béisbol, desperté con un porrazo vulgar. Me acuerdo como si fuera hoy. Hablamos recorrido apenas unos cinco kilómetros cuando, en el momento preciso de doblar la Curva de la Punta, por los lados donde "El Niño" González tenía una finca, una maldita puerca se me atravesó en el camino.Nunca podré olvidar aquella escena de pavor y espanto: el animal, hociqueando el suelo, salió por un portillo exactamente cuando yo me disponía a desprenderme del pelotón. El pelotón fuí yo, claro: no fuí capaz de sacarle el cuerpo, le pegué de frente la pobre puerca lanzó un chillido lastimero, volé con todo y bicicleta por encima de la marrana y fuí a caer contra los horcones de la alambrada. Lo último que oí, antes de perder el conocimiento y la carrera--y me dolió más la carrera que el conocimiento--, fue la voz de un campesino que estaba a la vera del camino y que gritó: "¡Corran, carajo, que se mató ese loco!" Cuando me desperté, estaba en mi cama, con una bolsa de hielo en la cabeza, un crucifijo entre las manos y un grupo de mujeres que lloraban a mi alrededor. Pensaron que me había matado. La puerca, naturalmente nos la comimos en chicharrón. A mi papá le tocó pagarla. Debe ser por eso que, desde entonces, jamás volví a comer tocino y le cogí un pánico incurable a las bicicletas.Después empecé a engordar. Me quedé miope. Nunca intenté de nuevo relacionarme con las actividades deportivas. Y creo que si terminé convertido en periodista, a pesar de todos mis esfuerzos en contrario, fue porque pensé que un buen premio de consolación era consagrarme a la crónica deportiva. Pero ni siquiera en eso tuve éxito porque mis primeros jefes de redacción, a nombre de su autoridad, dijeron que era una verguenza mandar a un estadio a un hombre de cien kilos.Soy, pues, y sin lugar a dudas, una auténtica colección de fracasos deportivos. De allí nace mi admiración por estos ciclistas colombianos que derrotan no sólo a Hinault sino al hambre. Porque cuando Hinault tenía diez años desayunaba con vitaminas y cereales, pero a los diez años Rafael Antonio Niño no desayunaba porque a esa hora estaba ayudando a ver si podía conseguir la yuca para el almuerzo de la familia.Hace unas noches, por la televisión, estaban transmitiendo un reportaje con el ciclista Pablo Wilches. "--Dígame una cosa"--le disparó el periodista--"El otro día en la penúltima etapa, usted iba múy bien pero de pronto empezó a quedarse. ¿Qué fue realmente lo que le pasó? "--Bueno--respondió Wilches, con timidez y palabras cortadas--lo que pasó es que yo ví que Martín se iba quedando, y como él es mi compañero me detuve para esperarlo y ayudarle..."Así de elemental: porque él es mi compañero, sencillamente. Ese día mi admiración creció unos diez puntos más. Y comprendí que este país será mejor el día en que cada quien empiece a comportarse como se comportan los ciclistas. El día en que cada colombiano entienda que la patria no es una carrera contra reloj individual, sino una etapa por equipos. El día en que uno de nosotros, generosamente, disminuya su propia carrera para esperar al compañero que se está quedando. El día en que seamos capaces de pasarle la "camarañola" al que tiene sed.El día, en fin, en que tengamos lo que le sobra a cada Martin de éstos, a cada Pacho de éstos, a cada Condorito de éstos: coraje y desprendimiento. -