En su carta de la semana pasada, 109 premios Nobel piden a Greenpeace internacional “detener su oposición (a los cultivos transgénicos y en especial el arroz adicionado con vitaminas) basada en emociones y dogma, contradichos por los datos”. La organización se ha limitado a responder que el arroz dorado ni siquiera existe, y que tras 20 años de experimentación no hay prueba de que la modificación genética del cultivo haya servido más allá del enriquecimiento de sus promotores empresariales (ver vínculo), sin comentar el propósito general del llamado a reflexionar sobre el uso de la biotecnología.Simultáneamente, el British Journal of Medicine publicó un estudio de síntesis acerca del problema del colesterol entre los humanos, recogiendo las dudas de una parte de la comunidad médica acerca de los intereses de las compañías productoras de estatinas, la droga más conocida para normalizar los niveles de los lípidos sanguíneos, compañías al tiempo responsables de más del 60% de los estudios científicos que las recomiendan.En dos casos globales, grandes contradicciones acerca de innovaciones biotecnológicas de efecto planetario centradas en la relación de grupos de interés cuyas motivaciones constituyen el factor cuestionado: en ambos juegan un papel central las grandes corporaciones, únicas capaces de mover el músculo de la innovación en las escalas requeridas y donde la confianza del público debería estar garantizada por la regulación estatal, capaz (en teoría) de hacer primar el interés común en la salud y el ambiente, como muestra la puja por el precio del Glivec en Colombia entre Novartis y el Ministerio de Salud. Lamentablemente, el caso es excepcional y la confianza ha sido minada en todo el mundo por los vaivenes de la politiquería y la corrupción, de manera que crece la sensación de orfandad de la sociedad civil: el caldo de cultivo para el surgimiento de cienciologías, teorías atípicas o “marcianas”, a menudo sin más fundamento que una infografía, correlaciones insulsas y un discurso mediático acerca del comportamiento de las aguas subterráneas o del funcionamiento de los ecosistemas, por mencionar solo un par de ejemplos.Si bien todo el mundo tiene derecho y debería  participar en la construcción del conocimiento, como promueven varias apuestas de ciencia colaborativa, existe el riesgo de una “ciencia” populista, llena de oportunismo y volantines narrativos, derivados de la mala educación: mal para tiempos en que solo una perspectiva cognitiva robusta nos ayudará a superar el reto del caos climático y sus derivaciones. Parece prosperar la idea de que la ciencia moderna es parte de la gran conspiración universal contra el pueblo, pese a que Carl Sagan, destacado miembro del Partido Comunista, mantuviese un llamado permanente a separar el conocimiento de la ideología y la religión. Incluida la religión de los científicos.* Directora Instituto Humboldt