No son pocas las ocasiones en las que Petro ha decidido inmiscuirse en los asuntos de otros países de la región, como si no tuviera ya suficientes problemas que resolver en Colombia. Al presidente le interesa más Twitter que el país, y también le interesa más lo que sucede en México, Perú o Venezuela que lo que le ocurre al bolsillo de los colombianos. Por eso, Petro esta semana dirigió sus dardos contra Nayib Bukele, mandatario de El Salvador que tiene un 92% de popularidad en su país -y probablemente en la región- gracias a una política de seguridad que ha hecho posible lo imposible: desarticular y doblegar la pandilla más temible del mundo.

Todos nos hemos sorprendido con la megacárcel que Bukele hizo para guardar en ella a los 40.000 pandilleros de las maras que han caído bajo el brazo de la justicia en El Salvador. Las imágenes de estos reclusos alineados en formaciones estrictas han provocado no pocos reclamos de defensores de Derechos Humanos, quienes ven en estas coreografías de dominación una gravísima violación a la dignidad humana. Uno de ellos es Petro, quien acusó a Bukele de tener a “jóvenes” en “campos de concentración nazi”.

Sin quererlo, Petro expuso la radical diferencia que existe entre el modelo de Bukele y el suyo: uno considera que los derechos de los delincuentes deben ser un asunto de primerísima importancia; el otro, considera que los derechos de los ciudadanos honestos deben respetarse por encima de los derechos de los delincuentes. Ambos son el agua y el aceite.

Al presidente Petro habría que aclararle, para iniciar, que los campos de concentración de los nazis fueron construcciones dedicadas al exterminio de la vida humana a escala industrial. Funcionaban día y noche para asesinar la mayor cantidad de seres humanos. Eso es lo grave de un campo de concentración, y es precisamente lo que no ocurre en El Salvador, donde la megacárcel funciona para proteger la vida de los ciudadanos honestos, al mantener alejados a los delincuentes. Por más chocantes que estas imágenes puedan resultar para algunas sensibilidades, compararlas con el Holocausto es trivializar el genocidio sufrido por el pueblo judío.

Pero el corazón del asunto no está en las imágenes de los pandilleros sometidos, sino en la sensación de justicia que esto ha logrado para la población de El Salvador: los delincuentes tras las rejas, y los ciudadanos honestos en libertad. Una población que estuvo aterrorizada por décadas quizá posea otra reacción ante las imágenes de sometimiento de los pandilleros que nosotros desde afuera.

Por otro lado, Petro tiene un camino que va en dirección contraria: liberar a la mayor cantidad de presos de las cárceles. Esta ha sido una política propuesta por su ministro de Justicia, quien basado en los principios del antipunitivismo, le ha declarado la guerra a la permanencia en cárceles de cualquier ser humano. El propósito es inmejorable, pero también ingenuo a más no poder: dignificar la condición humana, una meta loable que no se va a lograr si se le dan ventajas a los que, por definición, son enemigos de la sociedad.

Dicho de otra forma, a Petro y a su ministro les parece muy grave que existan “seres humanos en cárceles”, y no les parece nada grave que existan seres humanos que asesinen, abusen o roben a seres humanos inocentes fuera de las cárceles.

Pero dejémonos de inocencias frente a este discurso contra las cárceles de este “Gobierno Humano”: todos sabemos que el discurso buenista del presidente y su ministro no es otra cosa que el gran telón de fondo que decorará la impunidad total con la que Petro entregará poder, representación y protección a las guerillas de las Farc y del Eln. El resto es cuento.

¿Qué piensa el ciudadano de estos dos modelos? ¿Por cuál se inclinaría? La popularidad de Bukele trasciende a cualquier Estado de opinión y se sitúa en el centro mismo de lo que los ciudadanos esperan de un gobierno: protección a su vida y bienes. Tal como Petro lo fue aquí gracias al paro, Bukele es la encarnación de un reclamo ciudadano, y no es impensable que el próximo presidente de nuestro país recoja el sentir de inseguridad e impunidad que hoy acongoja a los colombianos.