Es prácticamente imposible estimar cuántos millones de muertes humanas tempranas ha sido posible evitar con la introducción de los antibióticos en el arsenal terapéutico médico. Han transcurrido 95 años desde que Alexander Fleming descubrió la penicilina en su laboratorio del hospital St. Mary en Londres.

Trece años transcurrieron entre el descubrimiento de la penicilina y su primer uso clínico en 1941. El gran impacto del uso de la penicilina se dio durante la Segunda Guerra Mundial, miles de soldados heridos salvaron sus vidas gracias al uso de este medicamento. Con el esfuerzo del Gobierno para la producción masiva y su empleo extensivo fue posible la aplicación masiva en el uso civil de los antibióticos que, durante la guerra, estuvieron dirigidos principalmente a su utilización en los hospitales de guerra.

La producción masiva de penicilina en los Estados Unidos fue una política nacional que permitió expandir 32 veces las tabletas producidas entre 1943 y 1945. A partir de allí se inició la era de los antibióticos que hoy nos permite curar —casi de manera rutinaria— infecciones bacterianas que antes se consideraban mortales. Ese desarrollo se ha venido dando desde el esfuerzo de miles de centros de investigación y empresas que con una visión innovadora que invierten cada año miles de millones de dólares de su capital de riesgo en la generación de nuevos medicamentos.

Se estima que anualmente la industria farmacéutica invierte cerca de 100 billones de dólares en la innovación de medicamentos. Desarrollar un nuevo medicamento tiene un costo entre uno y dos billones de dólares, tomando en cuenta sus diferentes etapas de investigación, que pueden ser de varios años. En muchos casos los resultados no son satisfactorios y la inversión se puede perder irremediablemente.

En los últimos años, estamos asistiendo a una nueva revolución en la investigación médica. De los medicamentos de síntesis química hemos evolucionado a los medicamentos biotecnológicos. Nuevas plataformas tecnológicas —como el RNA mensajero— han abierto la puerta para soñar en tratamientos para el cáncer o alzhéimer mediante vacunas que cinco años atrás era impensable.

El advenimiento de nuevas terapias plantea un problema muy difícil de resolver a los sistemas de salud del mundo, especialmente en los países en desarrollo. Esta semana nos recibió con la noticia que la Agencia Federal de Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) aprobó dos terapias genéticas (o génicas) para el tratamiento de una clase de anemia denominada de células falciformes, una enfermedad ocasionada por un trastorno genético hereditario que afecta de manera especial a la población de origen afro. Estas aprobaciones se suman a otras dos terapias génicas aprobadas este año por la FDA.

El reto para nuestros países es que el costo total del tratamiento con estas nuevas terapias puede oscilar entre 1,3 y tres millones de dólares por paciente. La frecuencia de la enfermedad por células falciformes no es conocida en nuestro país, pero existe: la expresión recesiva del gen causante se identificó en uno de cada 13 niños afroamericanos. Solo una porción de quienes tienen el gen manifiestan la enfermedad, pero evidentemente el número de casos existe.

Esto nos lleva al desafío que significa para nuestro país la triste y lamentable situación que atravesamos con el Invima. Una agencia que durante muchos años y diferentes gobiernos hicieron un esfuerzo continuo por mejorar y certificarse como entre las líderes de Latinoamérica. Después de 16 meses de total desgobierno, el Invima está en un alto riesgo de perder su certificación como agencia de referencia top a nivel regional.

Esta situación nos lleva a los colombianos a un momento inédito cuando el reto de evaluar nuevas vacunas y terapias está tocando a nuestra puerta: el país se está embarcando en proyectos ambiciosos de producción nacional de vacunas, teniendo como ejemplos a Vax Thera y Bogotá Bio.

Sin embargo, la respuesta del Gobierno hasta ahora ha estado rodeada de ideología y de acercamientos a Cuba, por encima de la búsqueda de la excelencia y manejo de la innovación para el beneficio de los colombianos.

Estamos entrando a la deriva —en materia de innovación tecnológica de medicamentos— que nos perjudicará a futuro y será regresiva, sino que se pone un tatequieto al momento actual de esta institución. Este organismo —cuya misión es velar por la seguridad sanitaria del país— ha estado olvidado por el Gobierno, así el ministro Jaramillo haya declarado que las funciones no han dejado de llevarse a cabo.

Como si esto fuera poco, también abrieron la puerta a plantas de sacrificio con requisitos menores a los estándares establecidos. La incoherencia, que siempre ha caracterizado a este gobierno, muestra en sus discursos que la reestructuración del Invima la hará “una entidad más fuerte y rigurosa”, cuando la realidad es otra: pelean contra la innovación y alaban la regresión.

Mientras el mundo abre espacios para promover la innovación tecnológica en salud para optimizar la gestión clínica, tener atenciones más oportunas y equitativas, mejorar los diagnósticos e impulsar la seguridad clínica, pareciese que nosotros hiciéramos grandes esfuerzos para quedarnos inmersos en épocas anteriores a la Segunda Guerra Mundial, simplemente por una ideología que deja de lado la evidencia técnica para dar preminencia al discurso vacío.