Ese hecho histórico, del que nadie habla, hace parte de las atrocidades perpetradas en el marco de “la combinación de todas las formas de lucha”, una concepción de cómo hacer la revolución que armoniza el empleo de la violencia con la acción política “legal”. En 1994 La Chinita era un asentamiento humano en Apartadó, Urabá, en el que según los medios de comunicación se “hacinaban” cerca de 7.000 familias. El barrio se originó en una invasión de tierras promovida por miembros del antiguo Ejército Popular de Liberación (EPL). En medio de una verbena popular organizada por la “negra” Rufina Gutiérrez, con el fin de recolectar fondos y pagar el estudio a sus hijos, llegó un grupo de 20 miembros de las FARC a las 2 de la mañana, asesinó a 35 personas y 17 quedaron heridas. “Eso parecía el juicio final”, comentó Rufina. La comunidad atacada y los asesinados eran miembros del movimiento político Esperanza, Paz y Libertad, una organización legal que nació de la desmovilización y el desarme de la guerrilla del EPL. Su participación política era exitosa. Horas antes de que la “verbena popular” se convirtiera en el infierno en la tierra, en ese lugar los habitantes concurrieron al acto de lanzamiento de la candidatura al Senado del “esperanzado” Aníbal Palacio. Mario Agudelo, líder del EPL, vinculó directamente la matanza al éxito en las urnas: “La Chinita es una piedra en el zapato para las FARC por el poder político que allí existe a favor de nosotros”. Y agregó: “Una muestra de la presencia ganada por el movimiento en los resultados de las pasadas elecciones, cuando Esperanza obtuvo 5.000 votos en los diez municipios de la zona y la UP, 9950”. En La Chinita, repito, bastión de EPL, se inscribieron 5.500 cédulas de personas que tendrían el derecho a votar. El objetivo de la masacre era claro: impedir a punta de bala que los esperanzados se consolidaran y compitieran a los camaradas de la Unión Patriótica. Los comunistas de las FARC y de su brazo político no iban a perder por ningún motivo el poder. La decisión fue exterminarlos. De nueve concejales del EPL sólo uno ejercía, tres 3 estaban muertos y uno más herido. Otros cuatro tuvieron que huir. En 1993, informó el diario El Tiempo, 135 militantes de “Esperanza” fueron asesinados. Y en las tres semanas anteriores a la masacre acabaron con las vidas de 10 miembros de esa organización en el barrio Policarpa, dominado por las FARC. De ese sitio salieron y a él regresaron los sicarios del Frente 5 que cometieron la masacre. Entre noviembre de 1993 y la primera mitad de diciembre se presentaron en la región 97 homicidios. Un exguerrillero de las FARC relató en ese mismo periódico que la “orden” era “acabar con los integrantes de Esperanza, Paz y Libertad. Y que el Partido Comunista y la UP no son ajenos al plan de exterminio”. Era una instrucción directa del Secretariado. De acuerdo con el testigo, con eso se buscaba “que no exista más en la región, porque, nos decían, se está convirtiendo en un obstáculo para el Partido y para el movimiento armado, creando desorden en la zona…”. Al anunciar el retiro de los esperanzados de un pacto suscrito con todas las fuerzas políticas que buscaba frenar la violencia, Aníbal Palacio dijo que había “sectores comprometidos con la violencia desenfrenada… por el hecho de adoptar como principio la combinación de todas las formas de lucha”, refiriéndose a la UP y al Partido Comunista. Las FARC y las cúpulas de esas agrupaciones políticas eran una sola cosa en Urabá. Eduardo Zambrano, abogado, exprofesor universitario y quien fue personero de Apartadó, recientemente recordó que los “líderes de la UP nos invitaban en el colegio a 'charlas' marxistas y a visitar el campamento madre del 5 frente de las FARC en Nueva Antioquia para ver si nos enfilábamos”. Y advirtió que se debe “rechazar los asesinatos cometidos por miembros de la UP que andaban armados y algunos de los cuales se refugiaban en investiduras públicas”. La verdad es que al mejor estilo de las AUC, las FARC decidieron ejecutar el asesinato colectivo y el desplazamiento forzado con el propósito de garantizar el control militar, social y político de un espacio geográfico que siempre han considerado clave en el negocios de las drogas, el ingreso de armas y la ejecución de su Plan Estratégico. En ese momento la reacción de la presidenta de la UP, Aida Abella, la misma que hoy es candidata a la Presidencia de la República por ese partido, fue: “Lo que sucedió es un hecho censurable, repudiable, hay que mirar quien produce todos los muertos en Urabá porque toda esa clase de masacres debe provenir de fuerzas oscuras que hay que aclarar”. ¡Era claro! Las fuerzas oscuras eran las FARC, la UP y el Partido Comunista en Urabá. Sólo ella no lo sabía. La UP nunca condenó las masacres de la guerrilla, ahora, en esta nueva etapa, tampoco se conoce manifestación alguna de repudio de ese partido a los asesinatos de Inzá, ni a la bomba de Pradera. No es suficiente explicar el terrorismo por lo que llaman “conflicto social y armado”. A título de garantía a todos los colombianos de que no se volverá a repetir la combinación de todas las formas de lucha, deben descalificar públicamente y sin ambigüedad la violencia de las FARC. En Twitter: @RafaGuarin