“Si como nos vacunan aquí el ELN y los paramilitares del Clan del Golfo nos vacunaran contra el coronavirus y otras enfermedades, no tendríamos preocupación”, me dijo esta semana Modesto Serna, y luego soltó una carcajada. Menos de cinco minutos antes estaba hablando con total seriedad sobre la violencia que sigue asolando a su departamento, pero también de lo que les ha significado, para bien o para menos peor, la firma del Acuerdo, dos temas a los que les ha dedicado buena parte de su vida profesional como experto en paz y posconflicto. Hace muchos años estuve en Chocó. Hice un relato de seis páginas para el Magazín Dominical de El Espectador. De regreso el miércoles pasado, lo busqué para ver qué había escrito y qué escribiría hoy si me volvieran a dar seis páginas, como las tuve entonces. Cuando fui la primera vez Goyo y Tostao ya estaban en primaria; ChocquibTown todavía no lucía su estrella en el paseo de la calle 26. Quedé impactada porque en las tardes la catedral de Quibdó, cemento puro y duro, se forraba de golondrinas que llegaban a ver el atardecer sobre el Atrato. Un espectáculo maravilloso que no vi esta vez: las golondrinas al parecer se fueron del atardecer -al amanecer tampoco llegaron- y hoy la majestuosa catedral de San Francisco de Asís tiene la cara empañetada, como una mujer recargada de maquillaje. En ese entonces me sorprendió también la cantidad de iniciativas relacionadas con la tenencia de la tierra, la cultura como fórmula para reivindicar las necesidades comunitarias, los derechos de las minorías, con especial reconocimiento de los asuntos étnicos, aunque más bien poco se trataban los derechos de las mujeres; todo eso sumado a las conversaciones de siempre en torno a la riqueza de Chocó. En eso se ha entretenido el país por décadas: en conversar sobre las maravillas de Chocó, la riqueza de Chocó, la cultura chocoana y su incomparable biodiversidad, hoy patrimonio de la humanidad por designación de la Unesco. Pero el olvido del Chocó permanece, a pesar de que los tiempos han cambiado y hay una generación que exige “un trato horizontal” con las entidades del orden nacional. Estos son los principales males permanecen inamovibles: - La violencia de grupos armados: hasta inicios del año pasado, cuando el Gobierno rompió todo posible diálogo con el ELN tras el atentado a la Escuela General Santander, el grupo hacía presencia en siete municipios. Ahora está en 23. Se ha fortalecido con las rentas del oro, la coca, el secuestro y la extracción maderera. Todas las personas con las que hablé piden que se retomen las conversaciones con los elenos. A estos se une el Clan del Golfo, con el que se disputa las rentas ilegales. La violencia en el departamento ha generado desplazamiento, asesinatos y un crítico aumento en el reclutamiento forzado de menores, que a pesar de las alertas tempranas y de todo tipo de campanazos por parte de la Defensoría, de organizaciones de la sociedad civil y de los medios de comunicación, no se detiene. - El colombiavirus de la corrupción ha sobrevivido a todos los cambios de gobierno, a la rotación de partidos y apellidos tradicionales chocoanos en los cargos de poder; a las nuevas medidas para acabar con el fraude electoral y a favor de la transparencia. Hoy todavía se comenta la manipulación electoral de 2019. El hecho de que se vea algo más de inversión local, incluido un acueducto que todavía no cubre a toda la población de Quibdó (ni hablar del resto de ciudades), no es indicativo de la reducción en los índices de corrupción. Por ejemplo, las prometidas soluciones de vivienda en el municipio de Unión Panamericana nunca llegaron a las 200 familias necesitadas a pesar del eslogan “Construyendo bienestar” del alcalde de entonces. Los mismos apartamentos de siempre, producto enchufe político, hoy no tienen conexión a servicios públicos, se deterioran en medio de la nada; las mismas cajitas de fósforos que vi en las afueras de Riohacha y dizque servirían de cimiento para la carrera presidencial de Vargas Lleras. - Los índices de la pobreza multidimensional están por encima del 50% en todos los municipios del departamento –en el Alto Baudó llega al 96% según el Dane- y el NBI bordea el 80% para su población. Sin embargo, Chocó mantiene el primer puesto como productor de platino, segundo lugar en producción de oro y plata. ¿Dónde están las regalías de lo poco que se registra oficialmente frente a las toneladas de minerales que salen sin control alguno? Cuando uno camina por Istmina, llena de chucherías plásticas Made in China y pobreza Made in Colombia (87% NBI), no da tristeza, da rabia. Y pregunto de qué vive Istmina, la gente se ríe y finalmente me dice: de oro y coca. Hasta la minería tradicional familiar está empezando a depender de los desechos que escupen las dragas, que todo lo van contaminando mientras desplazan oficios y economías tradicionales. - La riqueza ambiental también está amenazada: cuando viaje al Chocó por primera vez, el Atrato, a la altura de Quibdó, lucía mucho más tupido de árboles y plantas. Ahora luce más plano, despejado. En cambio, las escaleras para subir hasta el malecón, entonces aptas para los viajeros que llegaban en canoas, hoy son escalinatas hacia las enfermedades y el patio trasero de los desperdicios del mercado. Siguen dándole la espalda al Atrato. ¿Qué pasó con la sentencia de 2016 de la Corte Constitucional, que defiende los derechos del río y de las comunidades que subsisten gracias a él? ¿La dirigencia local está haciendo algo, o solo copia las malas mañas del centro político? Hay un plan de acción consultado con las comunidades impactadas (12 municipios de Chocó), pero tal vez haga falta un puesto de mando unificado, a ver si se mueven las cosas. Por ahora, lo único que pasa es el agua del río. Mientras tanto, las ciudades se inundan de basuras, escombros y desidia, aunque hay que reconocer que cuando fui la primera vez ni siquiera existía un servicio de recolección en Quibdó. Los ríos se llenan de mercurio y desechos; donde antes los locales se bañaban y divertían en el fin de semana, hoy nadie quiere meterse. Qué paradoja: vi un lavamanos arrojado al río. Hace 30 años, Roberto Cañete, de la Fundación Minga, me dijo: “Acá los conceptos se derriten o se transforman”. No sé qué ha pasado, si lo uno o lo otro o ambas cosas. Mientras escampo un aguacero en Istmina, veo este mensaje, que tampoco sé si hace parte del tremendo humor chocoano o si es una cruel ironía: