Los incendios que han devastado cerca de 10,7 millones de hectáreas en Australia—una superficie similar a las de Antioquia, Cundinamarca y Valle juntas—son un símbolo turbador del inicio de una década que posiblemente será decisoria en la senada climática del planeta. En esa tragedia se han conjugado varios factores: la coincidencia de dos fenómenos climáticos coyunturales—el Dipolo del Oceáno Índico (una especie de “Niño” oriental) y la Oscilación Antártica, que causaron sequía y fuertes vientos; la resistencia cada vez mayor de las comunidades suburbanas y rurales a las quemas controladas; y, desde luego, el aumento sostenido de las temperaturas—2019 fue el año más caliente en Australia desde que se lleva un registro, y el segundo a nivel planetario después de 2016.  Aunque en la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero hay buenas noticias (las tecnologías renovables ya representan cerca del 80% de la nueva capacidad de generación de energía que se instala, se ha acelerado la adopción de vehículos eléctricos y se estima que 2014 marcó el año pico en consumo de carbón), lo cierto es que el consenso actual de los expertos apunta a un escenario de aumento de temperaturas cercano a los 3 grados centígrados, bastante por encima de los 1,5-2 grados que se consideran “tolerables”. La ecuación entre el enriquecimiento de vastas regiones del planeta que demandan más energía (1.500 millones de personas aún viven sin electricidad) y la velocidad de la transición hacia fuentes limpias es aún deficitaria.  El desafío de equilibrar las legítimas aspiraciones de calidad de vida de cientos de millones de personas con el imperativo de “descarbonizar” el sistema económico es descomunal. Aunque aún no se vislumbra con claridad una senda de solución, se sabe que la receta incluye adaptación (a un clima más cálido), mitigación vía menores emisiones y sustracción de carbono de la atmósfera. En las tres, el elemento tecnológico es fundamental, máxime si se tiene en cuenta la baja disposición a pagar mayores costos por contaminación, incluso en los países más ricos, como lo han ilustrado potentemente los “chalecos amarillos” en Francia.  Ya cerca del 20% del mundo cuenta con mecanismos de cobro por emisiones que reflejan el hecho de que los precios de los combustibles fósiles no incorporan debidamente los costos ambientales que generan. En ámbitos como éste, la capacidad coordinadora, e incluso coercitiva, de los Estados juegan un papel fundamental. Pero dada la centralidad del vector tecnológico (ej. tecnologías de generación eléctrica carbono-neutras o negativas como las basadas en hidrógeno, mecanismos avanzados de sustracción de carbono de la atmósfera, e incluso la llamada ingeniería climática o atmosférica), éstas se deben modular de manera de no extinguir, por así decirlo, la llama del ingenio e innovación privadas.  Lo otro que se antoja clave, al menos mientras emergen tecnologías mejores y más económicas, es una visión más ecléctica de la transición. El país grande que más ha reducido emisiones en los últimos 10 años ha sido EE.UU. Su exitosa explotación de yacimientos de hidrocarburos no convencionales le ha permitido sustituir carbón por gas en su matriz de generación eléctrica, contribuyendo a una reducción de emisiones en ese sector del 28% entre 2005 y 2017. Mientras en ese país no se contempla ninguna nueva estación generadora con base en carbón, Alemania (país campeón de los renovables) y Japón, en cambio, agregarán alrededor de 20 gigavatios de capacidad térmica con base en ese mineral. La razón: su decisión de desmontar centrales nucleares.