Como colombiana que se la ha jugado por el acuerdo de paz, lamento profundamente la decisión de un grupo minoritario de excombatientes de las Farc liderado por Iván Márquez de volver a las armas. Y como creo que se trata de una noticia tristemente inquietante, no considero que deba ser minimizada con la retórica oficial de que solo se trata del rearme de un grupo de narcos apoyados por el régimen de Maduro al que las Fuerzas Militares tienen la orden de aniquilar.

No, presidente Duque. Este hecho debe ser abordado más allá de los epítetos belicosos que apelan más al odio que a la templanza. Lo que pasó es grave y no nos digamos mentiras: sí es un golpe duro a la paz. Varios de los cuadros que se fueron con Márquez son los que hicieron la guerra y saben cómo funciona ese monstruo por dentro y no se puede olvidar que Márquez fue el jefe negociador por parte de las Farc en La Habana.   Yo calificaría su decisión de volver a las armas como un acto de la más infinita cobardía. Márquez la justifica con el argumento de que ni Santos, ni Duque han cumplido con la implementación del acuerdo. Yo le respondo diciéndole que descubrió el agua fría. Los que hemos luchado por la paz sabemos que la implementación ha sido difícil. Es cierto que Santos se empleó a fondo para sacar el acuerdo pero no tuvo el mismo ímpetu a la hora de implementarlo y que se fue sin hacer las reformas. Y también es cierto que este gobierno de Iván Duque ha hecho todo lo posible por frenarlo y marchitarlo. “La guerra es solo un escape cobarde al problema de la paz ”, dice Thomas Mann. Y en ese sentido Márquez ha terminado alineado con Uribe. Sin embargo esta realidad de a puño, no justifica su vuelta a las armas y en cambio sí nos cierra los espacios a los que hemos defendido el acuerdo porque vuelve a mezclar la política con las armas, una receta explosiva que ha servido de gasolina para que Colombia no pueda salir de los ciclos de violencia. Somos muchos los que hemos peleado por el acuerdo en esta inacabada democracia y somos muchos los que nos hemos enfrentado a los que han querido hacer trizas los acuerdos sin parapetarnos en las armas; mientras usted se refugiaba en el Caquetá, fuimos muchos los que denunciamos las movidas de Néstor Humberto Martínez dirigidas a socavar el acuerdo mediante investigaciones que nunca prosperaron y de operaciones de entrampamiento de la DEA que aquí no eran legales, y que se habrían desplegado en contra de casi todos los excomandantes de las Farc con el fin de que se sintieran sin garantías y volvieran a las armas. Y aunque Uribe y el fiscal Martínez intentaron dinamitar la JEP, con el tema de las objeciones, para nuestra sorpresa las mismas fuerzas políticas que tímidamente habían acompañado a la paz, reaccionaron en su defensa. La salida de ese fiscal enemigo de la paz se produjo en gran parte gracias a las voces que lo expusieron y Uribe, el presidente eterno, está hoy en su ocaso político con la popularidad más baja desde que llegó al poder. En el caso Santrich, –que no se les olvide– casi que el Estado se excedió en el cumplimiento de las normas y por eso su estrepitosa y vergonzosa fuga fue en el fondo un portazo a quienes se la jugaron por darle garantías.

A los cobardes les queda más fácil parapetarse en las armas argumentando que no tuvieron más garantías que darle las explicaciones a su propia gente de por qué un sobrino suyo capturado por la Fiscalía dizque por hechos de corrupción con los dineros de la paz, –otro caso de NHM que quedó en veremos–, terminó de informante de la DEA. Para defender lo firmado en esta democracia amorfa y compleja, tan reacia a los cambios, se requiere ser valiente. Esta estamina la tienen Timo, Pastor Alape, Pablo Catatumbo, Carlos Antonio Lozada, entre otros excomandantes. Márquez no. “La guerra es solo un escape cobarde al problema de la paz”, dice Thomas Mann. Y en ese sentido Márquez ha terminado alineado con Uribe. Es su nuevo mejor amigo. Ambos se parapetan en ella para fabricar retorcidas retóricas guerreristas con la intención de que renazcan proyectos mesiánicos en los que ya nadie cree.   Esta no es la Colombia de Marquetalia; ni siquiera es la Colombia del 2002, cuando Uribe llegó como el salvador del país. Esta es la Colombia del posconflicto, la que se despertó luego de un acuerdo de paz que se logró pactar con la guerrilla más grande del continente para que dejara las armas a cambio de que entrara en la política.   Por primera vez en las regiones donde esa guerrilla hasta hace poco fue el poder imperante hay la posibilidad de reintegrar a la población y su territorio. Yo he visto con mis propios ojos esos vientos de cambio en los territorios que recorro. Así la paz todavía no se haya instalado, se siente un avance esperanzador imperceptible desde los micrófonos donde se pontifica sobre nuestro futuro y se nos sentencia a la catástrofe. ¿Vamos a desandar lo ya andado porque tenemos una clase política incapaz de aceptar que estamos mejor hoy que antes? ¿Qué dicen esas élites ahora tan obsesionadas por volverse españolas-sefardíes? ¿Quieren volver a la guerra? 

A Duque le llegó la hora de decidir si nos devuelve a la guerra o si va a tener la valentía de comprometerse a implementar el acuerdo de paz que tanto ha esquivado. Este es el tiempo de pensar en las nuevas generaciones, como diría Churchill y no en las próximas elecciones como pretende el uribismo. Por mis hijas, espero que Iván Duque entienda el tamaño de su desafío y lo cerca que está de ser recordado como el presidente que desechó la paz y que nos devolvió a la guerra.