Preocupan las políticas que Trump adoptará durante su cuatrienio. Tiene poder suficiente para alterar profundamente la vida de sus compatriotas, los del orbe entero y de nuestro propio país. No será una relación fácil.
Me conmueve que haya triunfado, y para colmo por una mayoría aplastante, una persona que —con razón lo dijo Kamala Harris— carece de calificación moral para ejercer la Presidencia. Predicó en el desierto. Es un delincuente convicto y con procesos judiciales pendientes, racista, irrespetuoso de las minorías, enemigo de las instituciones —intentó bloquear la confirmación de Biden, su sucesor, por el Congreso—, amigo de dictadores de la peor calaña; Putin, entre ellos.
La frustración es doble. El debate entre los candidatos fue casi inexistente. Ninguno pronunció discursos persuasivos para justificar su aspiración. El objetivo era, en buena parte, entretener, no convencer. Por eso las figuras centrales fueron bufones y músicos. La democracia, como un sistema de confrontación de ideas, a fin de que los ciudadanos escojan las propuestas y los gobernantes que consideran mejores, fue colocada casi al margen. La otra desilusión deriva de que a los votantes no les importó que Trump fuera una persona indigna; les bastó sentirse interpretados por él sin darle muchas vueltas al asunto. Es tan comprensible como lamentable.
Intentando superar el golpe emocional que padezco, vengo a recordar que la democracia no es idónea para elegir a los mejores, sino a los más populares. Aunque el azar incide en que ambas condiciones se conjuguen en una sola persona, conviene que exista una ciudadanía educada, capaz de diferenciar la pertinencia de las propuestas, la nobleza de los ideales y la estatura moral de los candidatos. Algo va del oro a la escoria.
En columnas recientes les he recordado que Tucídides, al analizar la guerra del Peloponeso que enfrentó a Atenas y Esparta —los actores dominantes en la antigua Hélade—, demostró que, en esencia, la política es una actividad encaminada a la lucha por el poder, sean cuales fueren los objetivos que se buscan. Con cierta frecuencia la condición humana de sus protagonistas es un factor marginal.
Sin embargo, esa constatación no debe disuadirnos en la tarea de impulsar las mejores ideas y los políticos cuya conducta sea ejemplar. Que sean personas a las que podríamos postular, ante hijos, nietos y la comunidad entera, como faros morales.
Hay que lidiar con una tragedia inevitable que deriva de la recurrente contradicción entre lo que debe ser —el ideal— y una realidad deplorable que nos obliga a lidiar con tiranos, demagogos, mentirosos, corruptos y abusadores. Para tener éxito en esa tarea, conviene recordar grandes líderes que fueron valiosos por sus logros, pero también por haber sido personas decentes.
Tucídides fue contemporáneo de Pericles, el más grande dirigente político y militar ateniense del sigo V a. C. A su muerte escribió que este era “inaccesible al soborno, y contenía a la multitud sin quitarle libertad… no hablaba de acuerdo con su capricho para buscarse influencia por medios indignos, sino que, gracias a su sentido del honor, llegaba a oponerse a la multitud”. Una actitud admirable en todo tiempo y lugar.
En el siglo I a. C., se produjo el colapso de la República romana. El ataque populista inicial lo realizó Julio César; fracasó en su intento y fue asesinado por sus propios colegas senadores. El segundo conato de dictadura corrió por cuenta de Marco Antonio. Cicerón, ya anciano, a pesar de que deseaba retirarse de la política, decidió enfrentarlo. Con ese fin escribió Filípicas, un conjunto de discursos destinados a oponerse a ese caudillo emergente. Era consciente de los riesgos que asumía. Pagó con su vida.
En una de sus cartas a su amigo Ático escribió: “Nada perturba tanto la vida humana como la ignorancia del bien y del mal”. Regla esta que es plenamente aplicable al quehacer político. Los cínicos deberían ser relegados a las tinieblas exteriores.
Woodrow Wilson, presidente de Estados Unidos entre 1913 y 1921, fue honrado con el Nobel de Paz de 1919 por su contribución al diseño de la Sociedad de las Naciones. Que ese marco institucional haya fracasado ante el huracán de una segunda guerra planetaria y que haya tenido veleidades racistas, no son motivos suficientes para desconocer su valor personal. Ser un buen gobernante no requiere tener éxito en todo ni ser perfecto. No hay noticia de enfrentamientos suyos con la Justicia y los medios de comunicación.
Cuando en 1940, Francia colapsó ante los invasores alemanes, se instaló un gobierno subordinado que estuvo comandado por el mariscal Pétain, héroe de la Primera Guerra Mundial. Era el oficial de más alta graduación de un país vencido. De Gaulle, el más joven de los generales, huyó a Inglaterra y se convirtió en el símbolo y motor de la resistencia. Regresó triunfal a París en 1944. Es el padre de las Instituciones de la Quinta República. Su vida personal fue siempre pulcra, sobria, discreta. Cuidó con devoción a su hija minusválida. No mintió, no agredió; en vez de dividir, buscó congregar a una nación agobiada por crisis profundas.
Margaret Thatcher, conocida como ‘la dama de hierro’, se retiró del cargo rodeada del respeto de amigos y adversarios. A todos los había respetado. Un caso muy similar al de Ángela Merkel. Por su elevada estatura moral ambas son figuras paradigmáticas de la política en años recientes. Para ellas el altar de la gloria al que no accederá Trump. Tampoco otros como él.
Por el conjunto de razones que preceden, expreso mi solidaridad con los “americanos”, que pronto comenzarán a padecer, como dice la Biblia, “llanto y crujir de dientes”. A otros pueblos sucede lo mismo.
Briznas poéticas. Ecos de la juventud ida en la voz de Pablo Neruda. “Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. / Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. /De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. / Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. / Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. / Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido”.