Al momento de firmar el Pacto en la Lucha contra la Corrupción realizado en Medellín el 14 de febrero, Marta Lucía Ramírez se refirió al supuesto exceso en el número de psicólogas y sociólogas que existen en Colombia.  Lo primero que hay que aclarar es que, si nos comparamos con otros países y profesiones, la afirmación no es correcta. Por cada 100.000 habitantes en Colombia existen 11 psicólogos al tiempo que, por ejemplo, en Finlandia hay 57 y 200 en Argentina. Para la misma población, contamos con 438 abogados, en tanto en Japón hay 23 y 72 en Francia. Según estas cifras, en el país faltan personas dedicadas al cuidado emocional y, muy seguramente, hay exceso de profesionales dedicados a hacer cumplir las leyes, al tiempo que hoy somos, según número de habitantes, la segunda nación con mayor número de abogados en el mundo.  Según empleabilidad, tampoco sería correcta la afirmación. Teniendo en cuenta la información del Observatorio Laboral del MEN, el 86% de los jóvenes egresados de Ciencias de la salud –entre las cuales están los psicólogos-, consiguen empleo durante su primer año, lo que las ubica como las profesiones de mayor demanda en el mercado. A la misma conclusión llega un reciente estudio de la ANDI: la mayor carencia de profesionales en el país está relacionada con el cuidado de los otros. Si usamos parámetros internacionales, también podemos deducir que tenemos muy pocos psicólogos y sociólogos. Al respecto los estudios de la OIT concluyen que las profesiones dedicadas al cuidado de los otros y del ambiente, son las de mayor demanda hoy en día y lo seguirán siendo en las siguientes décadas.  Si las cifras son tan apabullantes, ¿por qué algunas personas piensan que hay exceso de científicos sociales en Colombia? La explicación es sencilla: se ha generalizado entre ciertos sectores de la población, la creencia que los jóvenes deberían estudiar carreras técnicas, bajo el supuesto que las Ciencias Humanas aportan muy poco al desarrollo y que, lo que se necesitaría es elevar la producción, evidenciando una visión muy limitada de su naturaleza. A nivel internacional, Martha Nussbaum realizó una profunda crítica a esta concepción del mundo. De una manera bella y brillante, demostró que las Ciencias Humanas son imprescindibles para la salud mental de las democracias, dado que se constituyen en la mejor manera de promover la convivencia, comprender la historia, la cultura, consolidar la empatía y, muy especialmente, desarrollar el pensamiento crítico y argumentativo, que se requiere para garantizar que en las democracias primen las ideas que procuran el bienestar común y convivan perspectivas múltiples. No repetiré la bella argumentación de Nussbaum. No quiero privarlos de la lectura de su texto: “Sin fines de lucro: por qué la democracia necesita de las humanidades”. Sin embargo, produce profunda tristeza saber que hay personas que piensen que sobran psicólogas en un país en el que, ante el asombro de muchos, no triunfó la Consulta anticorrupción ni el plebiscito por la paz; en una nación enferma de odio y en la que el 30% de los estudiantes de grado noveno afirman haber recibido bullying por parte de sus compañeros. ¿Se podrá afirmar que hay exceso de sociólogos en el segundo país del mundo que presenta mayor número de asesinatos de menores de edad y en el que cada hora se denuncian 3 casos de abuso sexual, la mayoría de ellos cometidos por familiares cercanos o allegados a las víctimas? Hemos construido una sociedad con serios problemas de convivencia, empatía, confianza, intolerancia y depresión. Según los estudios Internacionales de competencias ciudadanas, nuestros jóvenes tan solo confían en el 4% de las personas que conocen; es decir, casi en nadie. Eso mismo pasa en los barrios y en las empresas: los vecinos y los compañeros de trabajo, no confiamos entre nosotros. Así es imposible el trabajo en equipo y construir un proyecto de nación. Este es el contexto ideal para la aparición de enfermedades psicosociales. Es por ello que, en las zonas de conflicto, la mitad de los jóvenes tiene problemas de depresión y de ansiedad. Viven con miedo y con terror de que un día volverán los violadores, los asesinos y las motosierras. Para complejizar el problema, casi ninguno de estos jóvenes recibe atención psicosocial. El problema es tan generalizado, que aún en las grandes ciudades, quienes padecen enfermedades psicosociales no son atendidos por profesionales. En Bogotá, por ejemplo, según los cálculos de la Secretaría de Salud, tan solo el 7% de las personas que sufren problemas de salud mental, recibieron atención en los últimos 4 años. ¿Se han puesto a pensar qué podría pasar en una sociedad violenta e intolerante, en la que las personas que sufren depresión y ansiedad, no reciben la atención profesional que requieren? Sabiamente el maestro colombo-japonés Takeushi afirmaba en sus clases de matemáticas en la Universidad Nacional: “Un colombiano es más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son más inteligentes que dos colombianos”. No hay duda, él tenía toda la razón: no sabemos trabajar en equipo. Para eso se requiere confianza, empatía y escucha, pero todas ellas fueron destruidas en la larga guerra que vivimos y que parece decidida a no abandonarnos. Cualquiera que haya trabajado con niños sabe que ellos no se vuelven violentos en los colegios. Es la guerra la que ha insensibilizado a la sociedad y los hijos de padres violentos, son los que generan bullying en las aulas. Lo mismo pasa en las calles, en las fiestas, en los chats familiares o en el debate político. Nadie se vuelve violento en la calle o en las redes, pero todos sabemos que los hijos de una sociedad violenta, generan violencia, también en las calles y en la cotidianidad. Las guerras y las mafias les enseñaron a los jóvenes que había que salir adelante de cualquier manera. Antanas Mockus encontró, dos décadas atrás, que la mitad de los adolescentes, en zonas de conflicto, concluía que haría zancadilla al otro para beneficiarse. Cuando les preguntaba ¿por qué?, sus respuestas fueron implacables: “porque eso es lo que hemos visto hacer a los mayores”.  ¿Quién puede pensar que sobran psicólogos en una sociedad tan insensible ante las masacres, los desaparecidos y los asesinatos? ¿Quién puede pensar que hay exceso de sociólogos en una sociedad que no ha aprendido a dialogar, confrontar ideas o a construir esperanza?  ¿Quién puede pensar que sobran sociólogos, en una sociedad que les permitió a sus más grandes traficantes de droga ser elegidos para el Congreso y apoderarse de tierras, equipos de fútbol, regiones enteras, partidos políticos tradicionales y empresas? Solo una sociedad enferma es indiferente ante el asesinato de sus maestros y líderes sociales. Solo una sociedad enferma puede tolerar de manera impasible la violación de los derechos inalienables de sus niños y la desaparición y el asesinato de sus líderes en las regiones, así como la casi total pasividad del gobierno y la sociedad. No hay duda, todavía no estamos preparados para la paz, tal como advertía el filósofo y pedagogo Estanislao Zuleta: “Solo un pueblo escéptico de la guerra y maduro para el conflicto, es un pueblo también maduro para la paz”. En Colombia, muchos siguen añorando la guerra. Cualquier psiquiatra podría pensar que, como sociedad, padecemos de graves problemas de salud mental cuando, después de 220.000 muertos, 80.000 desaparecidos y 9 millones de víctimas, muchos colombianos siguen discutiendo si en realidad existió conflicto armado en el país. ¿Qué diría un grupo de expertos mundiales ante semejante negación de la realidad? ¿Qué diagnóstico haría? ¿A quiénes habría que psicoanalizar y a quiénes recluir en los asilos? La consecuencia más grave de la guerra, es y ha sido, la deshumanización. La guerra siempre degrada al ser humano a su mínima expresión, lo animaliza, le hace sacar a flote sus instintos más primitivos. Por ello, la paradoja es que también los victimarios mueren, poco a poco, de insensibilidad. Eso suele pasar en guerras excesivamente prolongadas. En ellas, la crueldad y la deshumanización se introducen en la cotidianidad, impactan la cultura, los líderes políticos, el lenguaje, los proyectos de vida y hasta las estructuras éticas y valorativas de la sociedad. En Colombia se han generalizado expresiones cotidianas tan inhumanas como: “Por algo lo mataron”, “Quién sabe en qué andaba” o “falso positivo”. Expresiones que evidencian la terrible insensibilidad y la baja empatía a la que nos acostumbró la convivencia con la muerte durante décadas.  El problema es tan grave que, según el documental ¿Por qué odiamos? (Spielberg, 2019), los miembros de las FARC tan solo compartían, según la población, el 48% de las características que deberían tener los demás seres humanos. Si se observan con cuidado estas expresiones, terminaríamos en un debate muy similar al que se realizó en Europa en el siglo XVI: ¿Tienen o no tienen alma los indígenas?, decían en aquel entonces. En su versión del siglo XXI en Colombia decimos: ¿Tienen alma los guerrilleros? Los colombianos respondieron: tal vez no. Vivimos en una sociedad que nació, convivió y jugó con la muerte, el odio y las masacres. Se preparó para resolver casi todos los problemas a machete y plomo. Aun así, del efecto más grave de la guerra se habla poco: el endurecimiento del corazón de los colombianos. Los psicólogos nos ayudan a conocernos más a nosotros mismos y a comprender a los otros. Por este medio, nos sensibilizan. Los sociólogos nos ayudan a interpretar las complejas dinámicas sociales. Los educadores nos ayudan a formar mejores ciudadanos. Es por todo lo anterior que necesitamos muchos más psicólogos, sociólogos y educadores que nos ayuden a ejercitar la empatía, a formar el pensamiento crítico y a desarrollar la sensibilidad. Necesitamos muchos más científicos sociales que nos ayuden a interpretar por qué una parte de la sociedad sigue negando uno de los conflictos armados más prolongados del hemisferio occidental. Necesitamos psicólogos y educadores que enseñen lentamente a los niños a recuperar la sensibilidad perdida, como quien le enseña a un accidentado a caminar o a un quemado a volver a mover sus dedos.  Solo si contamos con más científicos sociales, podremos pensar en construir de manera conjunta una sociedad que fortalezca el trabajo en equipo y que recupere la confianza perdida. El acompañamiento de psicólogos, educadores y sociólogos, será esencial para aprender a dialogar respetando y valorando las diferencias. Solo así será posible recuperar la esperanza.  (*)  Director del Instituto Alberto Merani y consultor en educación