El primero de diciembre de 2024, Colombia cruzó una línea que marca un antes y un después en su historia energética: perdió su autosuficiencia en gas natural domiciliario. Lo que alguna vez fue un recurso estratégico que garantizaba energía para más de 10 millones de hogares, industrias y plantas térmicas, ahora será complementado con importaciones para el uso domiciliario. Este cambio de modelo energético no es trivial; representa un punto de inflexión con profundas implicaciones económicas, ambientales y sociales.
Hasta ahora, Colombia importaba gas natural licuado (GNL) exclusivamente para abastecer al sector térmico, es decir, para la generación de energía eléctrica. Este consumo puntual estaba diseñado para complementar la oferta local en momentos de alta demanda, como en fenómenos de El Niño, cuando las hidroeléctricas pierden capacidad. Sin embargo, la decisión reciente de importar GNL para el consumo domiciliario marca un giro drástico. Ahora, el gas que alimenta las estufas y calienta el agua de los hogares dependerá del mercado internacional, exponiendo a los consumidores a costos mucho más altos.
El precio del GNL importado es considerablemente mayor que el del gas nacional. Mientras que producir un millón de unidades térmicas británicas (MBTU) de gas en Colombia cuesta alrededor de 4 a 5 dólares, el gas importado puede alcanzar costos de 10 a 13 dólares por MBTU o incluso más, dependiendo de las condiciones del mercado global. Esto implica que el gas que llegue a los hogares será al menos dos veces más caro, un incremento que inevitablemente se trasladará a las tarifas de los usuarios en la medida que el porcentaje de gas importado se vaya incrementando.
Además del impacto económico, esta transición tiene serios efectos ambientales. El GNL no es un sustituto de bajas emisiones. Su proceso de producción y transporte es intensivo en carbono. Para licuar el gas, este debe ser enfriado a -162 °C, un proceso que consume grandes cantidades de energía. Posteriormente, es transportado en buques especializados y regasificado al llegar a su destino. Cada una de estas etapas genera emisiones adicionales de gases de efecto invernadero, lo que convierte al GNL en un recurso significativamente más contaminante que el gas extraído y consumido localmente.
La paradoja es evidente: en lugar de explorar nuevas reservas de gas nacional, que es más económico y tiene una huella de carbono menor, el Gobierno decidido apostar por un combustible importado, costoso y ambientalmente más perjudicial. Este cambio contradice las aspiraciones de sostenibilidad que deberían guiar la transición energética del país.
Por otro lado, la falta de planificación energética se traduce en riesgos significativos para la seguridad energética. Según proyecciones, el déficit de gas natural nacional alcanzará el 8,2 % para 2025 y podría llegar al 20,6 % en los años siguientes. Este escenario pone al país en una situación vulnerable, dependiendo de las fluctuaciones del mercado global y enfrentando desafíos logísticos y económicos.
Colombia enfrenta una encrucijada crítica. La transición energética es una necesidad, pero no debe hacerse a costa de sacrificar la seguridad energética ni de aumentar la dependencia de recursos más contaminantes y costosos. En este contexto, resulta imprescindible replantear la estrategia energética del país. Las decisiones de hoy tendrán repercusiones profundas en la economía, el ambiente y la calidad de vida de los ciudadanos.
El fin de la autosuficiencia no es solo una cota técnica; es un recordatorio de las tensiones entre lo inmediato y lo estratégico, entre el costo económico y el ambiental, entre la soberanía y la dependencia. La pregunta ahora es: ¿estamos preparados para afrontar las consecuencias de esta decisión?