El pasado mes de agosto, el municipio de Tierralta, Córdoba, fue escenario de una catástrofe ecológica de gran tamaño y de muy graves consecuencias: la muerte de 72 millones de abejas que pertenecían a un gran proyecto que producía 400 toneladas de miel al año, en 1.200 colmenas. Murieron por la misma razón por la que habrían muerto, desde 2014, más de mil millones de abejas, la tercera parte de todas las que tenía Colombia: envenenamiento por la fumigación de cultivos. Así lo establecieron las autoridades ambientales de Córdoba, que adelantan al respecto una de las tantas investigaciones que terminan en nada en nuestro país. El uso generalizado e irresponsable de pesticidas -en especial de los neonicotinoides durante los últimos 25 años- es un problema de alcance universal porque está acabando con las abejas y otros insectos vitales para la producción de alimentos, pues polinizan las tres cuartas partes de todos los cultivos en el mundo. El planeta completa más de cinco décadas de una lucha consistente y hasta ahora, casi perdida, contra la opulenta y arrogante industria química que produce los pesticidas. En septiembre de 1962, la bióloga estadounidense Rachel Carson publicó el libro Primavera silenciosa en el cual denunció los efectos perjudiciales de esos agroquímicos para el ambiente, especialmente sus devastadores efectos para la vida animal. Según Discovery es uno de los 25 libros de divulgación científica más influyente de todos los tiempos. El nuevo capítulo de esa pugna tiene acontecimientos espectaculares porque en los últimos días, tras el análisis de 1.500 estudios científicos, la Unión Europea prohibió -por el peligro que representan para las abejas- el uso en su territorio de tres de los insecticidas neonicotinoides más populares del mundo: imidacloprid, de Bayer CropScience; clotianidina, de Takeda Chemical Industries y Bayer CropScience y tiametoxam, de Syngenta. La acción persistente de ONGs y de millones de personas agrupadas en torno de la defensa de la biodiversidad, la producción sostenible y responsable de alimentos y el medio ambiente, logró un histórico avance contra una de las industrias más poderosas del mundo y contra la visión cortoplacista de muchos agricultores que priorizan la protección de sus cultivos de hoy sobre los letales efectos que tendrá para los del futuro, la eventual extinción de las abejas.    El segundo es la publicación en la prestigiosa revista Proceedings de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, de un estudio que señala que el glifosato, el herbicida más utilizado en el mundo, daña bacterias beneficiosas que habitan en las entrañas de las abejas melíferas y las hace más propensas a infecciones mortales, lo cual confirma los resultados de otra investigación publicada el pasado mes de julio en China, que demostró que las larvas de abejas crecen más lentamente y mueren más a menudo cuando se exponen al glifosato. Monsanto Bayer respondió que “ningún estudio a gran escala ha encontrado ningún vínculo entre el glifosato y la disminución de la población de abejas melíferas”. En el fondo es una discusión estéril y tardía porque lo relevante para la humanidad es comprender el alcance y las consecuencias reales de la aterradora destrucción de hábitats que desataron y aumentan cada día, los irracionales sistemas de producción de alimentos y de explotación de recursos en el planeta. La extinción de las abejas es apenas uno entre muchos otros síntomas que confirman que la contaminación del aire, del agua y los suelos con pesticidas, impulsa la destrucción de la vida en la Tierra, porque, como lo afirmara Rachel Carson, la naturaleza es un todo complejo, cuyas partes están intrincadamente relacionadas y “las consecuencias indirectas de cualquier acción, también para la salud humana, son difíciles de predecir y deben ser vigiladas”. El tema es objeto de un interesante debate en círculos científicos a raíz de la muy reciente publicación en Nature Biotechnology de los resultados de una investigación que anuncia que una intervención del DNA del Anopheles, a través de Crispr, nueva técnica de ingeniería genética, garantizaría el exterminio rápido e irreversible de esos mosquitos transmisores de enfermedades como la malaria -216 millones de casos en 2016 en el mundo, 445.000 muertes-. El caso no fue registrado como el gran avance para la salud que parecería a primera vista -zancudos y mosquitos son la primera causa de muertes humanas, 750.000 cada año, más que las guerras y los accidentes- en espera del resultado de las investigaciones acerca de los efectos colaterales que podría tener el exterminio sobre la cadena alimenticia y sobre la estabilidad del planeta, en respeto del principio de que “la naturaleza no se toca”. En Colombia, país donde se destruyen selvas en el Amazonas, en el Pacífico y bosques andinos para sembrar coca o amapola, donde se contaminan ríos y toda clase de fuentes de agua con mercurio y cianuro para minería criminal o con químicos para producir cocaína, hay un gran comercio de pesticidas neonicotinoides.  Son los principales responsables de los daños a las 600 especies de abejas que hay en el país y del apocalipsis ecológico que ocasionan los agroquímicos en el mundo que ya causó la desaparición de 75 por ciento de todos los insectos voladores en países aparentemente más organizados y serios que el nuestro, como Alemania. Aquí ya prohibieron 195 pesticidas e ingredientes activos altamente tóxicos, pero como ocurre con tantas otras cosas, hay más diagnósticos que acciones y el quid del asunto no está en las normas sino en la casi nula capacidad de las autoridades para hacerlas respetar. Por eso es poco probable que se logre detener la aterradora desaparición de más de 10.500 colmenas al año. O que siquiera sepamos quienes destruyeron los 72 millones de abejas en Tierralta el pasado mes de agosto y menos aún que sean sancionados y obligados a reparar el grave crimen que cometieron.