La polémica y equivocada aprobación esta semana de la cadena perpetua para violadores de menores, tan populista como ineficiente, es solo un ejemplo más de lo poco interesados que están muchos de nuestros congresistas en escuchar los argumentos contundentes de expertos –en este tema, de la calidad de Yesid Reyes, Catalina Botero o Ricardo Posada– sobre los efectos prácticos de las normas que aprueban, y sobre los mecanismos que realmente llevan o no a la protección del bien común que tanto proclaman defender.
Así, en momentos en que se esperaría del Congreso que funcionara como el contrapeso institucional que es ante el Gobierno frente a los retos regulatorios de la pandemia, ante las enormes necesidades fiscales del futuro próximo o la realidad del incremento desbordado de los feminicidios, de los asesinatos de líderes sociales y de la producción de cocaína, resulta que los congresistas están dedicados a proyectos abiertamente inanes, como el del carriel como símbolo nacional; o que alimentan solo el ego personal y la visión de un Estado punitivo, como el de la cadena perpetua; o que buscan proteger intereses mucho más oscuros, como el que quisiera resaltar hoy. Es el caso del proyecto de ley 336/2020 que está en la Cámara y que busca cambiar la Ley 1708 de 2014, o ley de extinción de dominio. Esta norma permite aplicar la extinción a los bienes directa o indirectamente relacionados con actividades ilícitas, así como a los que han sido usados como medio o instrumento para realizarlas. Es, por lo tanto, un mecanismo fundamental en la lucha contra el narcotráfico y la economía ilícita, porque permite sancionar a quienes se prestan para realizar estas actividades, sin estar vinculados directamente con ellas pero haciéndolas viables; el caso clásico del testaferro.
No obstante, Juan Carlos Wills y los congresistas Buenaventura León y Adriana Matiz que lo apoyan consideran que esta herramienta clave en la guerra contra el narcotráfico en realidad lo que hace es “desnaturalizar” la extinción de dominio “al afectar bienes sin un razonamiento lógico y coherente que vaya en contra de la realidad jurídica con la que se creó”. El caso estrella que demuestra la supuesta afectación “ilógica e incoherente” de la propiedad se da cuando un arrendador –digamos, de una finca– termina involucrado en un proceso de extinción de dominio por la utilización de su inmueble para la realización de actividades ilícitas –digamos, un laboratorio de coca–. No hay que ser un genio para identificar en el proyecto de ley una descripción teórica del caso reciente del exembajador en Uruguay. Para estos congresistas, sin embargo, no es suficiente que el arrendador tenga el derecho de defensa y al debido proceso, o que el Estado tenga que demostrar que sí tenía conocimiento de las actividades para llegar a una sentencia de extinción de dominio; argumentan que esto “en la práctica no sucede y se adelantan procesos de extinción de dominio sin investigar la incidencia directa del arrendador sobre los hechos ilícitos cometidos por terceros”. Sin presentar cifras para sustentar semejante afirmación sobre la presunta ineficacia y arbitrariedad de esta ley, consideran que la solución no es fortalecer los mecanismos de defensa del arrendador –el tercero de buena fe, como sería lógico ante la circunstancia que señalan– sino sacar una nueva ley para impedir la aplicación de la extinción de dominio sobre los bienes de todas las personas indirectamente relacionadas con la actividad ilícita, que en Colombia no son pocas.
Lo que resulta entonces “ilógico e incoherente” es el proyecto de ley. Es cierto que la buena fe es un principio constitucional, y que las personas involucradas en procesos de extinción de dominio no siempre tienen relación con las actividades ilícitas; pero los congresistas dejan de lado un punto de partida básico, y es que la investigación contra esa persona se da, no porque se le asalte de buenas a primeras en su inocencia, sino porque se ha cometido un delito en sus bienes. Y no cualquier delito, hablamos, entre otros, de prósperos laboratorios de cocaína. Ese es un vínculo indirecto que amerita el proceso de extinción, no una violación flagrante e indiscriminada a la buena fe. Lo que proponen los congresistas es asumir, sin más, que la persona era efectivamente un tercero de buena fe y por lo tanto no incluir este vínculo indirecto como causal para la extinción de dominio. De un trazo, eliminan la posibilidad de que quienes sí son delincuentes, y no actuaron de buena fe, sean sancionados con la medida de extinción de dominio.
Con este tipo de normas, como con la infame aprobación de la cadena perpetua, los congresistas dicen proteger a los buenos –los menores, la mayoría de los colombianos de buena fe–, pero en realidad solo restringen gravemente la acción de la justicia respecto a los entramados criminales, que aquí son especialmente difíciles de desentrañar, perseguir y castigar sin impunidad. Y mientras tanto, proyectos urgentes para la pandemia como el debate de los cobros de reconexión en servicios públicos, la manera idónea para subsidiarlos y preservar la cultura de pago, o iniciativas fundamentales a largo plazo como la deuda fiscal y el sistema pensional se hunden por falta de debate. ¡Qué tanto daño institucional se puede hacer en nombre de los inocentes!