¿Y por qué no derribar también las esculturas que representan a Jesucristo? Hace años dieron el ejemplo los talibanes de Afganistán, cuando hicieron añicos a cañonazos las estatuas gigantes de Buda esculpidas en la roca de Bamiyán; y no hay duda de que el cristianismo ha sido responsable de muchos más crímenes que el budismo, o que el islamismo que inspiró a esos mismos talibanes para destruir esas imágenes que consideraban impías. El Buda, Cristo, Mahoma: todos los personajes de la historia que son buenos en la opinión de unos son malos en la opinión de otros. Todos los héroes y todos los dioses, cuando son ajenos. En el parque del Retiro de Madrid hay un monumento al Ángel Caído: el diablo. ¿Hay que destruirlo también, o tirarlo a que se oxide en el fondo del estanque de las barcas y los patos?
La verdad es que ninguna estatua de homenaje tiene justificación convincente, porque toda la historia humana es bastante vergonzosa desde el punto de vista llamado hoy “humanitario”. De cabo a rabo: desde que las hordas del Homo sapiens exterminaron a los neandertales, en los albores de la prehistoria. Habría que eliminar todos los monumentos, como se hizo en su momento en el mundo excomunista con los que glorificaban a Stalin y a Lenin, y hasta al fundador de la siniestra policía política soviética la Checa (luego KGB) Félix Dzerzhinski. Cuya estatua reinstaló Putin años más tarde, antiguo agente de la KGB, cuando tuvo el poder. Porque es el poder el que erige las estatuas, y a veces el poder cambia de manos. Un buen ejemplo puede ser la estatua de San Pedro bajo el altar mayor de su basílica en el Vaticano: en realidad es una estatua del dios pagano Júpiter Capitolino. Pero la religión, que es el poder, había cambiado de manos. El Buda, Cristo, Mahoma: todos los personajes de la historia que son buenos en la opinión de unos son malos en la opinión de otros. Varias veces he escrito sobre esto de las estatuas derribadas. Cuando lo del derribo de la Unión Soviética misma, con sus millones de lenines y de stalines de bronce o peltre o yeso que salieron, baratos, al mercado. O cuando el coronel Chávez hizo tumbar una de Colón en Caracas. Y es verdad que se ven, algunas al menos, mejor que erguidas, caídas, con las narices en el piso. Eso depende de su calidad artística, que no es lo que ahora está en juego.
Ahora el pretexto para tumbar estatuas es el racismo. O, secundariamente, la esclavitud, equivocadamente atribuida al racismo, cuando en la historia del mundo ha habido esclavos de todas las razas y todos los colores. Blancos, negros, amarillos, cobrizos. Es fruto de la dominación, no de la raza. Y el racismo a su vez es sin duda un sentimiento condenable, pero no es una novedad. ¿Lo están descubriendo ahora? Y no existe, como parecería al leer las noticias de los periódicos, solo contra los negros, por considerarlos una raza inferior. También ha existido, durante milenios, contra otra raza por la razón contraria, por considerarla superior: la de los judíos. Y sin duda es el racismo lo que explica el ya mencionado exterminio de los neandertales por el pretencioso Homo sapiens, que se consideraba superior por tener un mayor (¿o menor?) prognatismo en la quijada. Ese Homo sapiens “superior” somos todos nosotros. Pero además tumbar las estatuas no sirve de mucho. Las vuelven a poner, como en el ejemplo de Dzerzhinski. O, en un caso más remoto, el del faraón hereje Akenatón en el antiguo Egipto. Por hereje –había tenido la ocurrencia, preñada de futuros horrores, de inventar el monoteísmo–fue derrocado, y sus palacios y sus templos y su ciudad fueron abandonados y sepultados por las arenas del desierto, y miles de sus estatuas e inscripciones fueron destruidas y borradas por sus enemigos, los sacerdotes de los dioses extintos. Pero al cabo de los milenios resulta que resurgen, reaparecen, y no solo el monoteísmo entonces herético domina hoy el mundo sino que Akenatón es el faraón más estudiado y admirado de la historia de Egipto. Más que el conquistador Ramsés II, el llamado Ozymandias, a cuya gigantesca estatua despedazada y hundida en el polvo el poeta Shelley dedicó un famoso soneto: “Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes. ¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!”.
NOTA LOCAL: Si hay que demoler la universidad o centro de pensamiento ‘Sergio Arboleda’ por estar dedicada a un terrateniente esclavista caucano del siglo XIX ¿quién nos gobernará?