Qué mezquino está resultando Álvaro Uribe y su ventrílocuo Óscar Iván Zuluaga con este país que tanto les ha dado. Es tal su obsesión por la guerra como forma de vida y por lograr que el país se devuelva al pasado, a ese mundo ideal de la seguridad democrática que nos llenó de falsos positivos, de Urabeños, de Rastrojos y de eufemismos que no han hecho sino confundirnos, que han terminado oponiéndose como una mula muerta a cualquier posibilidad de paz negociada que se le abra al país.No se han dado cuenta que se han quedado anclados en la guerra; que son incapaces de ver el horizonte y que su estrechez de pensamiento tampoco les permite ver el momento histórico por el que atraviesa el país. Instintivamente parecen hechos para patear cualquier propuesta de paz negociada porque lo único que los aglutina es su devoción por la guerra sin cuartel. Desde esa lógica, tan obtusa, es perfectamente comprensible que a los uribistas no les haya gustado ni un ápice el acuerdo al que llegaron la semana pasada el gobierno y las Farc en materia de participación política y que en lugar de reconocerle al presidente Santos un avance significativo que nos acerca más a la paz, hayan salido a descalificarlo de manera tan tajante, sin mayores matices ni consideraciones. Óscar Iván Zuluaga, que ya habla como si fuera otro uribito, ha dicho que es una farsa y el expresidente Uribe, de manera deliberada, pasó por alto el hecho de que nada de lo que hasta ahora se ha acordado en La Habana puede ser posible si antes las Farc no dejan las armas, y ha salido a llenarnos de ‘tuiterazos’ en los que nos inunda de frases frenéticas que fustigan el acuerdo porque negocia la institucionalidad del país. En realidad un acuerdo que tiene como fondo la reconciliación entre la sociedad –no solo con las Farc–; que le da representatividad a los nuevos movimientos sociales y políticos que han ido creciendo por fuera de los partidos tradicionales, no puede ser bienvenido por el uribismo. Y la razón es muy sencilla: en ese grupo político no hay necesidad de ampliar nuestra democracia sino de restringirla. Para ellos el país está suficientemente representado en el liderazgo de su caudillo que todo lo sabe y todo lo trina y darles espacio a la izquierda y a unos mechudos malolientes de la Mane que para los uribistas deberían estar es en la cárcel, como lo propone el acuerdo, es una concesión inadmisible. Lo mismo pasa con la propuesta de formular un estatuto de oposición, una tarea que debimos hacer hace mucho tiempo como lo recordó el propio Humberto de la Calle. Para ellos la oposición no es una herramienta institucional que tenga un peso específico en su dogma ni existe la pretensión de que haya que hacer reglas especiales porque la oposición no se las merece. Dentro del dogma uribista, ser de oposición no está bien visto porque la crítica al caudillo es considerada como una función que le sirve al terrorismo. Basta con aplicarle las garantías que emanan de la aplicación de la seguridad democrática y llenar de esquemas de seguridad a los pocos estúpidos que se oponen al caudillo, para cumplir de sobra con la democracia. De esa forma quedaría claro lo que me explicó un día el propio José Obdulio: que la seguridad democrática es tan democrática que hasta protege a quienes lo injurian, lo calumnian y le hacen el juego al terrorismo. La propuesta de crear circunscripciones de paz en las zonas donde más ha habido conflicto tampoco les gusta porque es otra concesión inadmisible: les daría representatividad a unos líderes de unas zonas rojas que bajo la férula de la seguridad democrática no tienen ni voz ni voto. Solo son informantes. En el fondo los uribistas le temen a la paz negociada porque les conviene más la guerra, que es cosa de machos. Ellos saben que si llegamos a tener una Colombia reconciliada sus delirios de guerra y sus mezquindades naufragarían. Yo, contrario a los uribistas, estoy dispuesta a hacer concesiones si la guerrilla deja las armas y les pone la cara a las víctimas, dos cosas que no hicieron los paramilitares. Lo hago convencida de que la paz y no la guerra es la mejor forma de gestar instituciones verdaderamente democráticas y porque me aterra que nos acostumbremos a malvivir condenados a una guerra sin fin como nos proponen los uribistas.