Hay quienes ven las conversaciones de La Habana como un negocio entre el Gobierno y las FARC, una especie de trueque de armas por curules. Pero las conversaciones son más que eso. Son una oportunidad para repensar grandes dilemas del país, y uno de ellos es el de las drogas ilícitas, posiblemente en el que más engaños y doble moral ha habido en las últimas décadas.En Colombia no ha habido un debate sincero sobre el narcotráfico, no hemos construido una mirada propia sobre el problema, y las soluciones que hemos aplicado, más allá de dejar una estela de muertos, no han frenado la producción de drogas ni su impacto en la vida social.La caída de las grandes figuras de la mafia, como Pablo Escobar y Rodríguez Gacha, ha alimentado el relato del triunfo del bien sobre el mal, como en una mala película de Hollywood. Pero aunque aquí se ha matado, detenido o extraditado a más narcos que en ningún otro país, por la puerta de atrás se ha negociado con ellos, se les ha legalizado. Nunca de frente. Por eso ni los planes Colombia, ni la extradición de grandes capos, ni las cárceles llenas de 'chichipatos' y 'lavaperros' han resuelto el problema.Cuando la periodista Yolanda Ruiz le preguntó hace 25 años a Pablo Escobar si había dineros del narcotráfico en la economía, este le respondió: “Creo que es demasiado lógico”. Y sí, es demasiado lógico. En Colombia se perdió la batalla contra la extinción del dominio porque la riqueza de los narcos se diluyó en la economía legal. En los metros cuadrados que se cotizan más caros que en Londres; en las tiendas y restaurantes de lujo donde se codean con los ricos 'impolutos'; en los centros comerciales que a todas luces son lavaderos de plata mal habida. Y en un largo etcétera que incluye concesiones que el Estado les ha entregado a manos llenas, para que laven sus activos, como las de las apuestas y juegos de azar. ¿Es posible que hoy la economía prescinda de esos dineros espurios?Qué el narcotráfico ha estado en la política colombiana desde los años 70 tampoco es ningún misterio. Lo que no sabemos todavía es qué tan profunda es la imbricación de la mafia con los partidos. Ahí están los expresidentes de este país echándose al agua sucia unos a otros, demostrando que el proceso 8.000 es un cadáver insepulto.Pero el proceso 8.000 no es más que la consecuencia de la política de alianzas que ha tenido el Estado con sectores del narcotráfico para derrotar a sus enemigos. La que hizo el Estado, y no unas pocas manzanas podridas, con el Cartel de Cali para matar a Pablo Escobar. Así mismo el proceso de la parapolítica no es más que la consecuencia de un acuerdo nunca confesado del Estado y las élites con las AUC (léase el narcotráfico) para acabar con las bases sociales de la guerrilla. ¿Acaso no fue la negociación de Ralito la manera de finiquitar esta alianza?Y si el narcotráfico subsiste es también porque en una sociedad tan inequitativa ha logrado más redistribución de sus ganancias que el propio Estado. Las bacrim pululan porque el crimen organizado es una industria que produce dinero fácil, en contextos donde el otro dinero, el difícil, sencillamente no existe. ¿Están dispuestos nuestros ricos “impolutos” a redistribuir algo de sus ganancias para quitarle piso a las mafias?Es hora entonces de sincerar el debate sobre las drogas. Sacarlo de la lógica del “se busca” y “también caerá”. Las FARC apenas han admitido hasta ahora que son “reguladores” del mercado de la base de coca en sus zonas de influencia. Y en ese sentido su papel puede ser crucial para debilitar la producción de cocaína. Pero el Estado todavía no ha reconocido la compleja trama de alianzas que ha tenido con el narcotráfico ni su ambigua relación con él.No sabemos si lo que tiene en mente es diseñar para el posconflicto una política antidrogas seria, que incluya una oferta de sometimiento a la justicia para los narcos. O si quiere seguir jugando con la política importada de los Estados Unidos hace tres décadas, que consiste en cortar la cola del lagarto, mientras su cuerpo sigue vivo y coleando.