La imagen es muy diciente: un primer plano de Donald Trump con la boca abierta, quizá diciendo lo que ha venido diciendo desde que era candidato presidencial, eso de que lo del cambio climático no es más que un invento chino, vestido de azul oscuro, camisa blanca y corbata roja, los colores de la tradición, del sistema, del statu quo. Detrás, Greta Thunberg cruzada de brazos, como quien no teme a nada, mirándolo indignada y luciendo tan sólo una blusita holgada color fucsia y esa larga trenza que enfatiza su juventud. Porque eso hace la trenza: nos recuerda que ella todavía está en trance de superar la adolescencia. La foto fue sacada de un video de apenas treinta y ocho segundos en el que inicialmente se ve a Greta junto a dos guardias que no se sabe si la protegen a ella o si protegen de ella al presidente norteamericano que en ese momento entra en escena. Al cruzar este frente a aquella hay esa milésima de segundo en la que es inevitable no comparar la figura enorme y pesada de Trump con la pequeñez de Greta. Hace un par de meses varios diputados franceses intentaron boicotear el discurso de ella ante la Asamblea General francesa, lo cual habla muy bien de la seriedad y del impacto de su trabajo. Contestó entonces lo que su postura en esta foto parece recalcar: “Algunos han decidido no escucharnos. No pasa nada. Ustedes no están obligados a escucharnos. Al fin y al cabo, no somos más que niños. Pero ustedes sí tienen el deber de escuchar a la ciencia. Es todo lo que pedimos: que se unan tras la ciencia”. Hace rato Greta dejó de ser tan sólo una activista que lucha en contra del calentamiento global: es el símbolo de una generación que lucha no por un cambio para que todo siga igual, sino por uno mucho mayor. “La niñita loca que habla del calor”, como se oye nombrarla, de repente produce miedo: detrás de ella hay toda una revolución en contra de valores impuestos desde siempre. El debate sobre el calentamiento de la tierra de alguna manera está vinculado con la crisis de la democracia y del capitalismo; con el populismo y los fake news; con el enfermizo consumismo, que también podría llamarse despilfarrismo; con la consolidación de las redes social (¿qué sería de Greta sin ellas?); con el cuestionamiento al patriarcado y la lucha por derribarlo y; por supuesto, con el empoderamiento de la mujer, el cual se da en este caso a partir no de esa figura femenina dominante que se asume a sí misma como un hombre y confunde autoconfianza con masculinidad, sino más bien con la inocencia, pero al tiempo la osadía, la audacia y la valentía de una niña, una colegial que todavía usa trenzas y viste como quien juega a la casita con muñecas. A mí Greta me recuerda mucho a Lyanna Mormont. Veo en su rostro la misma seguridad, los mismos gestos, la misma actitud desafiante y la misma sabiduría, la sabiduría de una niña, del carismático personaje de Juego de tronos que defendió el honor de su casa sin pelos en la lengua. Esa capacidad de enfrentar a los adultos y de avergonzarnos, como acaba de hacer en la ONU, es a lo que ella misma se refiere cuando afirma: “El mundo está despertando y el cambio viene, les guste o no”. El poder radica en la audiencia, en la capacidad de convocar, de ser oído. A Greta la critican de mil maneras, pero no hay duda de que son cada vez más los que se unen a su rabia y a su voz, especialmente en Europa y Norteamérica. A quienes se preguntan cómo llevar a la práctica su discurso. De qué manera influirá en Occidente y en sus políticos es lo que está ahora por verse. @sanchezbaute