La Carta del 91 reitera un antiguo anhelo: que la descentralización sea suficiente para garantizar la autonomía de las entidades territoriales. Tan antiguo es que comenzó en 1781 con la Rebelión de los Comuneros. Uno de sus móviles consistió en el rechazo a las excesivas cargas fiscales impuestas a unas poblaciones que poco recibían de las remotas autoridades virreinales.
En los años inmediatamente posteriores a la Independencia nos enfrascamos en una ardua disputa entre centralismo y federalismo que condujo a las primeras guerras civiles. Mientras nos matábamos unos a otros, no vimos venir la reconquista española.
En 1863 adoptamos un sistema federal integrado por estados soberanos, dotados de poderes tan amplios que gozaban de la potestad de declararse la guerra. En 1886 hubo que poner fin a semejante despelote, sólo que la inconformidad con el nuevo arreglo institucional dio origen a la Guerra de los Mil Días.
En la actualidad, la crisis fiscal es generalizada. Abarca tanto al centro como a la periferia, prueba evidente de que la sociedad colombiana pretende que el Estado, en sus distintos niveles, le suministre un paquete de beneficios tales que no somos capaces de financiar. De allí que estemos en plan de repartir un dinero insuficiente. ¿Otra Patria Boba?
Esta parvedad de recursos proviene de que no tributamos lo suficiente para financiar los beneficios que pretendemos que el Estado nos suministre, o sea nosotros mismos, por la vía de los impuestos. Así sucede, en primer lugar, porque el crecimiento económico es lánguido. Esta realidad debió ser el punto de partida del debate descentralizador.
En la precipitud por aprobar una reforma muy popular omitimos considerar la calidad del gasto. Ha subido mucho, por ejemplo, el destinado a la educación —como debe ser—, pero su calidad es abrumadoramente baja en el sector oficial (hay excepciones). Ni siquiera podemos medir el desempeño de los maestros estatales. Fecode, que ahora es parte del Gobierno, lo impide. Como tratará también de impedir la “desnacionalización” de la educación estatal.
Otra vez estamos cometiendo el error de transferir más recursos sin tener en cuenta que las capacidades institucionales son diferentes. Algo va de Antioquia y Santander a Guainía y Chocó. Nada se ha propuesto sobre la indispensable reforma de los impuestos regionales y locales. Silencio lamentable que profundiza la llamada “pereza fiscal”: “Que otro ponga la plata, lo mío es gastarla”.
Los mecanismos de control fiscal son mediocres en el nivel nacional y malos en los territorios, tema este que no se ha abordado. Tampoco la corrupción, que ha sido mayor, a pesar del reciente auge en el nivel nacional, en los departamentos y municipios. Allí la contratación estatal corrupta es rampante: con recursos fiscales se financian los caciques regionales. Las pandillas con las que se finge negociar la paz total, que controlan tantos pequeños municipios, estarán felices.
Hasta ahora, el eje de las preocupaciones sobre la reforma del Sistema General de Participaciones ha sido los efectos fiscales sobre la nación. Las glosas que han expuesto instituciones y personas ilustradas son coincidentes. Torpe sería ignorarlas.
La Universidad Eafit propició el viernes pasado un coloquio de alta jerarquía que incluyó estos temas. Saqué en claro que en cuestión de días la reforma será aprobada, pero que, en el último debate, se pueden hacer algunos ajustes que permitan reducir los riesgos fiscales, y despejar el terreno para discutir después asuntos como los que he mencionado.
La participación en ese simposio de la senadora Angélica Lozano, sapiente y ecuánime, y de Daniel Castellanos, un economista riguroso que asesora al Gobierno, genera algún optimismo. Ambos saben cuáles son los ajustes necesarios.
Es indispensable, aunque no suficiente, escribir, como ya se hizo, que se respetará el principio de sostenibilidad fiscal, pero también restablecer en el texto la indispensable garantía de que los desarrollos de la reforma respetarán el marco fiscal de mediano plazo. Haber suprimido esta mención aumenta la incertidumbre sobre los efectos fiscales de la iniciativa. Tiene que quedar claro que, por cada peso cedido, se cede igualmente la responsabilidad de gasto en cifras equivalentes.
Definir estas complejas cuestiones es tarea que el Congreso afrontaría en una ley futura. Sin embargo, es obvio que sus miembros representan los intereses regionales. El interés nacional corre a cargo del Gobierno, el cual tiene que actuar con firmeza en la búsqueda de soluciones equilibradas. En el momento actual, dudo que tenga un liderazgo suficiente para ese propósito. El ministro de Hacienda ha perdido relevancia en los debates. Me dicen que el presidente le ha ordenado callarse.
Por estas razones, convendría establecer en la reforma una instancia consultiva independiente, dotada de elevada capacidad técnica, que acompañe al Congreso en la adopción de una ley cuya importancia para el futuro del país es enorme. Esta propuesta tiene numerosos antecedentes. Doy ejemplos:
Algunos países europeos han establecido que la elevación de las edades mínimas de jubilación requiere la opinión de asesores expertos en demografía y actuaría. En los acuerdos de paz con las Farc, se crearon mecanismos especiales para la designación de los Integrantes de la JEP en los que participó la guerrilla desmovilizada. En las actuaciones del Tribunal de la Paz podrán participar magistrados extranjeros con voz, pero sin voto.
Creado por el Congreso, el Comité Autónomo de la Regla Fiscal, cuyos miembros aportan independencia y capacidad técnica, nada deciden, pero les dan jerarquía a los debates sobre la marcha del fisco y de la economía.
De otro lado, para que el Congreso expida las normas de detalle se plantea un año de plazo, lapso que puede ser insuficiente. ¿Por qué no concedernos dos años para decidir cuestiones trascendentales que requieren amplios consensos? ¿No sería mejor alejar estos debates de una agenda política sesgada por un debate electoral que ya comenzó?
La cesión de mayores responsabilidades y recursos a departamentos y municipios pueden transformar el país para bien. O para mal. Hagámoslo con juicio.
Briznas poéticas. Nos dice Gabriel Zaid, un insigne escritor mexicano: “¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos”.