El constituyente de 1991, con fundamento en las quejas ciudadanas por el turismo de los congresistas y los llamados “auxilios parlamentarios” -que no eran más que sumas de dinero entregadas a aquellos para mantener sus fundaciones y por ende sus reelecciones-, intentó reformar a fondo el órgano de representación popular, a partir del cual se construiría la estructura institucional.
Se empezó por atribuir tres funciones básicas: reformar la Constitución; hacer las leyes; y, ejercer control político sobre el gobierno y la administración.
Para evitar componendas políticas se suprimieron las suplencias, en su lugar son reemplazados por la persona no elegida que les sigue en votación, y más tarde se introdujo la silla vacía como sanción en caso de algunos delitos considerados graves y contra la administración pública.
Se mantuvo la estructura bicameral, una de circunscripción nacional para el Senado, y la otra de circunscripciones departamentales para la Cámara. Muchos critican esta estructura pues consideran que los departamentos pequeños pierden representación en el Senado; otros proponen reducir el Congreso a una sola cámara.
Se expiden leyes del plan nacional de desarrollo; leyes anuales de presupuesto de gastos, leyes orgánicas de regulación del funcionamiento de ciertos órganos; leyes estatutarias de regulación de derechos, justicias y otros; y, muchas otras clases de leyes.
El Congreso no tiene iniciativa de gasto, lo que significa que depende de la iniciativa gubernamental y solo tiene una limitada posibilidad de veto. En este punto, el órgano de representación ha perdido uno de los más importantes campos de decisión: Indicar en qué y dónde se realizan los gastos.
Se mantuvo el muy deficiente esquema de la comisión de acusaciones de la Cámara y el juzgamiento por parte del Senado del presidente de la República y de los magistrados de las altas corporaciones judiciales y se introdujo la moción de censura propia del régimen parlamentario a la postre modificada y ampliada a otros funcionarios.
Se atribuyeron funciones electorales respecto de otros órganos del Estado, que se ha restringido paulatinamente, por la politización que conlleva.
Por último, se estableció un estricto régimen de inhabilidades, incompatibilidades, conflictos de interés y perdida de investidura ante el Consejo de Estado. En otros términos, se profesionalizó al congresista con duros controles.
No obstante lo anterior, el Congreso, junto con los partidos políticos, son unas de las instituciones más desprestigiadas en la opinión pública, reforma la Constitución a discreción en cada coyuntura, más de 50 reformas en estos años; produce leyes en abundancia y extensión, inflación legislativa, más de 2.000; prácticamente no ejerce control político, por el contrario, sus miembros son objeto de sanciones penales y constitucionales, mientras que las leyes son juzgadas y modificadas por la Corte Constitucional. El constituyente de 1991 fracasó en su intento de rescate del Congreso.
Estamos en presencia de un Congreso propio del régimen presidencial, que marcha al ritmo del ejecutivo, al son de las prebendas y la participación burocrática indirecta, sobrecontrolado judicialmente, y en buena medida desconectado de las bases populares a las que acude solo para elecciones.
Así las cosas, se explica la profusión e importancia de los candidatos presidenciales y la poca relevancia de las listas de candidatos para Congreso. El presidente, a pesar de que el constituyente limitó sus funciones, es el funcionario más importante del Estado, mientras que el órgano de representación es apenas uno más de sus apéndices.
En fin, estamos ante una seria crisis de representación política, solo el caudillismo ejecutivo despierta los ánimos de las tribus, cada 4 años. Se requieren nuevas instituciones de representación, respetables, serias y confiables que canalicen las necesidades populares. Eso, sin hablar de la crisis de la administración de justicia.