Un pasado que —colectivamente, en términos políticos— el país fue entregándoles a diversos centros de poder a cambio de acomodos o gabelas, por facilismo o —en muchos casos— por manipulación e ignorancia. Un pasado que —de manera ligera e irresponsable—, por connivencia ideológica o pusilanimidad, les allanó el camino a Petro y a la izquierda radical, esa que ha crecido y se alimenta del populismo, del facilismo, de la justificación de la violencia armada y terrorista, que admira la dictadura bolivariana y está obsesionada con volver al socialismo estatista de los sesenta y setenta que hundió a Colombia en el barro del subdesarrollo con la complicidad de muchos políticos del establecimiento.
El futuro tampoco —desgraciadamente— se puede construir sin los grandes centros de poder. Unos, bajo la mantilla del equilibrio de poderes, como el Congreso y la judicatura, abandonan seguido y de forma mayoritaria el bien común para hundirse en las mieles del juego burocrático y, a veces, como lo vemos nuevamente ahora, en la venta de favores. No se dejan convencer y no se motivan sin estímulos materiales. Ya no saben cumplir su labor institucional sin la componenda o el populismo.
El gran empresariado ha ido haciendo de los esfuerzos neoliberales, en pro del mercado, la desregulación y la apertura, un traje a la medida. Apropiándose de rentas, eliminando competidores, manipulando la intervención estatal y maximizando su retorno y posición de control, a cambio de su capital y sus destrezas, sin que todas las veces el consumidor sea estrictamente beneficiado. El capitalismo de amigos explica en gran parte el lento avance en la productividad nacional y coopta la democracia para sus intereses, olvidando los de la mayoría, que por ello se torna incrédula, irracional y castigadora a la hora de votar.
Sindicatos, empezando —claro— por Fecode o los del Inpec, siguen defendiendo ferozmente sus reductos con un costo altísimo para el país. Casi más alto que la corrupción misma y sin permitir transformaciones, a costa de los niños o la seguridad de los ciudadanos.
Ni hablar de los guerrilleros y criminales, con los cuales negociar todo y entregar todo se ha convertido en una obsesión de la política nacional. Al punto que su actuar criminal es paisaje. Nunca criticadas ni expuestas, la prensa nacional y la clase política invierten más tiempo en denunciar a la fuerza pública que a los criminales, en una perversa inversión de valores y prioridades.
Frente a los criminales y corruptos, la sociedad debe llegar al primer y más difícil consenso de todos: ¡cero tolerancias! Y estamos —sorprendentemente— lejos de ese consenso. No tenemos ni el propósito en la clase política, ni la convicción en la Rama Judicial, ni la motivación en la Fuerza Pública, ni la capacidad en nuestro sistema judicial, ni en nuestras cárceles, y en muchas regiones no tenemos ya el consenso de las poblaciones sometidas o instrumentalizadas, que incrédulas del compromiso del Estado y partícipes en algunos casos de las economías ilícitas, se acomodan a un presente desgraciado por temor a un futuro incierto.
En este frente esencial, como en muchos otros, no nos podemos engañar por promesas facilistas o populistas que pretenden que un mesías cambie de fondo el futuro. Muchos creen, en particular en el gran empresariado nacional, que basta con colocarle a la izquierda un alter ego popular o populachero, que atienda las ansias del momento del público para salir del petrismo y volver a ese pasado mediocre, pero favorecedor.
El consenso de los seguidores de Petro es mucho más fuerte y tangible, así no sea mayoritario y claramente se centre en ideas equivocadas. Está vigente, irredento, incapaz de modular y ahora, más que nunca, incapaz de corregir, autocriticarse o cambiar, al haber probado las mieles del poder de ese megaestado que no construyeron y detestan, pero que quieren obsesivamente controlar.
Quienes no nos adscribimos al consenso de la izquierda radical y sus bases convencidas —la enorme mayoría del país— somos incapaces de construir nuevos consensos y no le estamos gastando tiempo a eso. No trabajamos en decidir si queremos construir un nuevo paradigma para el sistema de salud que Petro ya destruyó definitivamente.
¿Podemos tener un sistema de cobertura infinita sin control del gasto médico y sin función aseguradora? ¿Aceptarán nuestros jueces constitucionales un sistema limitado, pero sostenible, que cubra oportunamente las necesidades apremiantes de la enorme mayoría?
No trabajamos en el consenso de convertir la educación pública en un servicio público exento de huelga y en la ruptura del nefasto monopolio de mediocridad de Fecode.
¿Liquidaremos el Inpec y sus 42 sindicatos, y haremos de la construcción y remodelación de 70.000 cupos carcelarios una prioridad nacional?
¿Podemos contener la criminalidad organizada y la guerrilla sin erradicación aérea, así sea con drones? ¿Podemos replegar a los grupos guerrilleros y paramilitares sin bombardeos tácticos efectivos y realistas?
¿Resolveremos décadas de desempleo juvenil sin flexibilizar el contrato laboral?
¿Podemos reactivar el crecimiento y promover el empresariado sin reducir el tamaño del Estado y bajar los impuestos?
¿Aceptarán los políticos entregar las nóminas paralelas a nivel nacional y territorial para reducir la deuda del Estado y aumentar la inversión pública?
Ninguna de estas preguntas ni siquiera las estamos haciendo, concentrados ilusamente en la idea de que el país se salva poniendo una alternativa a los socialistas petristas o de los verdes en la segunda vuelta, pensando que un populista nuevo nos salvará del populista en el poder.