Franklin D. Roosevelt, gobernador del estado de Nueva York durante la Gran Depresión, institucionalizó la entrega de ayudas a los desempleados a través de la administración pública. Con genuina sensibilidad hacia el sufrimiento ajeno, y la certeza de que era una obligación, sacó adelante la economía sin dejar a los más vulnerables atrás. Como presidente de Estados Unidos, su legado de solidaridad, crecimiento económico y equidad no tiene precedentes.

La necesidad de cooperar que ha traído la covid-19 ilumina la importancia de lo público, en contraste con las falencias del mercado, en áreas críticas como la salud. El último libro de Angus Deaton sobre las economías del desespero y la desesperanza muestra, de manera contundente, los pésimos resultados de entregar la salud pública a farmacéuticas y a personas que ven en la medicina una forma de enriquecerse y no una vocación de servicio. En nuestro país, el enorme sacrificio del personal de la salud merece mucho más que aplausos camino al cementerio. Estamos ante una oportunidad única de saneamiento integral del sistema, pues, aunque los pesos y contrapesos de su diseño controlan razonablemente los costos, la cobertura del sistema es casi universal y muchos de los servicios son de calidad, pero existe un lunar que debilita el sistema desde su creación: la profunda inequidad que marcó la existencia de un régimen subsidiado y otro común en salud. No pocos hospitales públicos y muchas de las EPS del régimen subsidiado han sido capturados por fuerzas oscuras. Muchas personas han muerto por tratar de combatir y denunciar esta problemática. Un representante del Eje Cafetero, en una comisión interparlamentaria de crédito público, hacia 2003, nos explicaba la gravedad de lo que sucedía en el régimen subsidiado en diferentes regiones del país; a los pocos meses murió asesinado. Unos años después mi delegado en la junta directiva del Hospital de Meissen, en una de las zonas más vulnerables de Bogotá, fue amenazado de muerte. En la Dian fui testigo del trabajo de las autoridades para desmantelar redes de venta de medicamentos adulterados para el cáncer, que reemplazaban las pastillas por polvo de ladrillo. Pero los tentáculos de la corrupción y la maldad siguen enquistados en el sistema, que es particularmente vulnerable en lugares como Quibdó, Buenaventura, Tumaco o San José del Guaviare. Depurar e institucionalizar un equitativo y homogéneo sistema nacional de salud para todo el país debería ser el aprendizaje y la transformación que nos deje esta crisis. Las lecciones que quedaron de los años 1998-2000 deben ayudarnos a fijar prioridades. Reformas exitosas se adoptaron entonces y han ayudado a reducir la desigualdad, por ejemplo, a través de la reconstrucción del sistema hipotecario, la consolidación de la industria de la construcción o el freno al despilfarro que impulsó el fortalecimiento financiero en los principales municipios. Pero ninguna fue tan trascendental como la profesionalización de la fuerza pública y su respaldo, por parte de la ciudadanía, para enfrentar un conflicto armado salido de todas proporciones. Seleccionar más y mejor al personal, remunerarlo adecuadamente, dar capacitación y motivación legal y de cultura institucional fueron claves en ese proceso.

Hoy la fuerza esencial para la seguridad y prosperidad del país es el personal de la salud. Pero mientras arriesgan sus vidas para salvar las nuestras, muchos tienen que lidiar con trámites y trabas para renovar sus contratos. Incluso en Bogotá, donde se ha modernizado el sistema de forma importante, hay entre 11.000 y 13.000 contratistas; la mayoría son mujeres, en trabajos asistenciales, y con baja remuneración. Los puestos de más de 17 millones de pesos al mes son prioritariamente de hombres y de una minoría. Para los demás, no solo es una lucha en vida, pues por cotizar sobre el 40 por ciento de su ingreso, sus pensiones de sobrevivencia apenas llegan al millón de pesos mensuales. Esta crisis debe llevar a un acuerdo nacional por el sector de la salud, como ya se hizo alrededor de la fuerza pública hace dos décadas. Esto pasa por selecciones objetivas, independencia en la gestión y remuneraciones equiparables, el fortalecimiento del Invima para frenar los abusos y la extracción de rentas con medicamentos, y la modernización de la Superintendencia de Salud. Un sistema de salud fuerte nos ayudará a salir adelante. No hay mejor inversión.