Al cumplirse un mes de la cuarentena nacional por la covid-19, los efectos económicos negativos de la misma dejan de ser proyecciones y adoptan formas cada vez más reales. Aunque desde el punto de vista de manejo sanitario la mayoría de los Gobiernos viene realizando cuarentenas exitosas, las medidas económicas para evitar la destrucción de empresas y empleos no están siendo igual de contundentes, particularmente en lugares donde las economías subterráneas abundan. En los países ricos, sin aparente restricción presupuestal alguna, los créditos concedidos a los empresarios se condonan en un alto porcentaje, de cumplirse una serie de condiciones, principalmente el pago efectivo de la nómina. En otros, como Estados Unidos, no se protege el empleo, pero sí al desempleado por medio de un aumento generoso en cobertura y mesada del seguro al desempleo.
En Colombia, la protección del aparato productivo y del empleo es mucho más difícil. La restricción fiscal es el menor de los problemas, pues la entreverada coexistencia de una economía formal, una informal y otra ilícita va a dificultar muchísimo los controles necesarios para evitar un rebrote de la epidemia, que de manera tan meritoria y esforzada hoy está bajo control. La capacidad de realizar pruebas, hacer la trazabilidad de posibles contactos, aislar y separar a los infectados, y comunicar y atender las necesidades de todos los afectados es un emprendimiento que requiere de la colaboración de todos: el Gobierno nacional, el municipal, el departamental, el sector privado y del mundo subterráneo. Y el andamiaje legal y administrativo necesario para poder lidiar con estos submundos, que cobijan más de la mitad del empleo y entre el 40 y el 50 por ciento de la producción y el comercio nacional, no se ha erigido. No solo no se cuenta con el personal suficiente para todas estas nuevas tareas, sino que el buen trato, las habilidades interpersonales, las competencias emocionales y la confidencialidad que estas labores requieren no abundan en nuestra administración pública.
El mundo cambió, y la nueva convivencia que apenas inicia pone a prueba nuestra capacidad de cooperar y resolver complejos problemas de cooperación. No solo es necesario que todos hagamos sacrificios, seamos solidarios y nos preocupemos por el prójimo para que la reactivación de la economía funcione, sino que tenemos que encontrar la manera de que aquellos que siempre se han manejado entre las sombras puedan recibir la luz del sol y permitir la trazabilidad de contactos que el control efectivo del virus exige. La reapertura gradual y lenta, pero urgente, de la actividad económica tiene que cobijar a toda esta población, o si no el riesgo de un rebrote del virus puede esparcirse sin control y generar una tragedia de dimensiones bíblicas, como la de Guayaquil en Ecuador. La entreverada coexistencia de una economía formal, una informal y otra ilícita va a dificultar muchísimo los controles necesarios para evitar un rebrote de la epidemia. La economía subterránea en Colombia es un universo complejo y diverso que va desde vendedores de arepas, distribuidores de productos legales en barrios, hasta narcotraficantes. La informalidad en el país no es solo el no contar con la seguridad social, evadir impuestos o no tener inscripción en la Cámara de Comercio. Es necesario reconocer que muchas relaciones económicas y laborales están organizadas alrededor de favores recíprocos y vínculos familiares; o la coaptación del vendedor ambulante, el campesino, el microempresario o el comerciante por medio de brutales ejercicios de poder en los que prevalece la intimidación y la violencia. Y es aquí donde la frontera entre la formalidad y la informalidad y, de paso, entre la legalidad y la ilegalidad, es cada vez más difusa e implica un mayor riesgo para la pronta reactivación del país. El problema no es solo una disyuntiva entre el empleo y el desempleo; la economía y la salud. En países permeados por la ilegalidad y con poblaciones acostumbradas al rebusque, ante la noticia del despido o la cuarentena parcial, las personas no van a parar, pero sí es probable que caigan en las peores condiciones posibles para encontrar su sustento. Esa Colombia oscura que opera a todo lo largo del país no va a cooperar en el efectivo control de posible rebrote del virus. El problema de no proteger adecuadamente en este momento el empleo no es solo el desempleo –que es gigante en sí mismo, pues sabemos por experiencia que tarda décadas en reducirse nuevamente a niveles de un dígito–, sino que va a llevar al incremento del ya escandaloso número de casi 9 millones de personas que viven en la informalidad, y sobre los que sabemos demasiado poco para protegerlos y proteger la reactivación del país.
La economía formal colombiana está entrelazada con la economía informal; no es un mundo aislado, sino parte de un mundo conveniente que permite vender sin IVA y licuar las utilidades dejando de reportar todos esos ingresos. Esas entregas que no se reportan como ventas, sino como traslados de mercancía que luego dizque se los ‘roban’ o se ‘pierden’ son la economía que atiende buena parte de nuestros barrios populares; o esas prefacturas a personajes en las sombras que piden la factura final se expida a números de identificación tributarios (RUT) robados o de personas pobres que nunca estarán obligadas a declarar son el submundo que al reactivarse el país puede, desde las sombras, amenazar la salud de todos. Traer a la luz este 40 o 50 por ciento de la economía es más urgente que nunca. La trazabilidad de contagios, la pronta intervención del Estado, depende de que todas estas actividades en las sombras se puedan verbalizar sin temor a sanción. Esta economía sin IVA, con contrabando e ilegalidad es la manera como muchas personas vulnerables llegan a tener acceso a artículos de primera necesidad. El mundo informal, donde prima el efectivo, es el ideal para mover con libertad los productos del contrabando, fortaleciendo así redes de lavado, corrupción y violencia; es un mercado en el que no manda la mano invisible sino la mano que empuña un arma y ejerce la violencia. Este es el esqueleto en el clóset que tenemos que enfrentar si no queremos vivir la tragedia del Ecuador.