Esta semana en un foro organizado por la Universidad de los Andes, Víctor Zamora, exministro de Salud del Perú, presentó las causas de la crisis de salud que llevó a su país a tener más de 240.000 muertes por covid-19, la tasa de mortalidad más alta del mundo. Zamora refirió cómo la fractura estructural del sistema, en 25 subsistemas de salud regionales descoordinados y autónomos, fue determinante en la debacle.

Hoy en Aracataca, tierra del realismo mágico, el Ministerio de Salud pondrá en escena el primer capítulo del “Modelo de Salud Preventivo y Predictivo para una Colombia potencia mundial de la vida”. Como es ahora usual en el presente ministerio, poco se conoce de esa iniciativa con excepción de un documento borrador, todavía con correcciones, que se ha puesto a circular en el sector. Hasta ahora, ningún acto administrativo emitido que lo sustente, ninguna consulta con las necesarias respuestas de gobierno a las inquietudes de instituciones y comunidades. Largos silencios parecen ser los símbolos de la transparencia del cambio en salud.

Dada su relevancia y esperando que un ministerio poco afecto a las críticas no niegue nuevamente la paternidad de sus documentos, nos atrevemos a hacer unas reflexiones sobre las implicaciones que puede tener el “nuevo modelo” para los colombianos. Al fin y al cabo, es la política social que mayor impacto tiene sobre todos, como demostró la pandemia.

El modelo, curiosamente, no presenta una justificación técnica que pueda ser evaluada a futuro, sino expresa una visión política donde pareciera que todo se vale para justificar el cambio del sistema. Desde la introducción es claro el sesgo reivindicativo. Las “sistemáticas y graves violaciones del derecho a la salud” sugieren la existencia de una intencionalidad del Estado y gobiernos anteriores de hacer daño a la población.

Se desconoce cualquier logro del sistema y se evita mirar cómo era la salud de los colombianos antes de la Ley 100. Los indicadores brillan por la inexactitud y falta de rigor. Por ejemplo: presentar el incremento de la mortalidad materna sin tomar en cuenta los efectos del covid-19, es clara muestra de falta de rigor intelectual. En 2021 subió la mortalidad materna, pero no aclarar que, de 451 muertes reportadas, 142 fueron excepcionales por el covid-19 invalida la justificación.

Se compara a Colombia con los países más ricos del mundo, pertenecientes a la OECD, pero para nada se mencionan nuestros determinantes frente a esos países: Ingreso per capita, acceso al agua potable, ruralidad, entre otros, no entran en el análisis.

El modelo evoca unos tiempos ya pasados en la salud pública. La palabra resolutividad no aparece prácticamente, ni la gestión del riesgo y la predicción solo aparece en el título del programa. La novedad son equipos barriales o veredales conformados por médicos, enfermeras y psicólogos que tendrán asignadas 400 o 500 familias bajo un enfoque de prevención. Eso suena bonito, y en época preelectoral será un gancho indudable, pero no se ve cómo van a resolver los problemas de salud.

No hay rutas de atención. Se sobreestima la efectividad de la prevención individual, que si bien puede ser positiva para ciertas zonas rurales dispersas, realmente sería un desperdicio de recursos en las zonas urbanas que albergan el 77 % de la población. La búsqueda activa de personas en riesgo de enfermar y el manejo de riesgos de pacientes mayores y crónicos ha sido uno de los grandes logros del sistema, pero hay que reconocer, han sido mucho más efectivos en las áreas urbanas.

Pero más allá del programa de equipos de salud, el documento revela planteamientos que llevan a la ruptura del sistema y la seguridad sanitaria, como territorios coordinando subsistemas de salud, lo que puede llevar a inequidades dadas las grandes diferencias en capacidades de gestión y los riesgos de corrupción. Ya hemos vivido desde los desfalcos en programas de nutrición hasta los famosos carteles de la hemofilia. Alarma la pretensión de otorgar a 1.000 hospitales públicos que apenas pueden con su propia gestión, la coordinación de las redes de servicios y derivación de pacientes hacia los 10.000 hospitales privados. Preocupa que se asignen actividades a los equipos sin presentar los costos del modelo, la disponibilidad de la recursos humanos, ni tampoco cómo se va a asegurar el flujo de información de las familias en un sistema con tantos proveedores de servicios.

No son solo las EPS. Las juntas directivas de los hospitales privados, que responden por el 70 % de los servicios, deberían estar hondamente preocupadas de lo que les viene pierna arriba. Y los pacientes con enfermedades crónicas deben meditar sobre cómo se va a asegurar el financiamiento de sus tratamientos, mientras la plata de los medicamentos va a estar deambulando en equipos, casa a casa, recogiéndoles información y diagnosticando sin la seguridad de la pronta remisión.

Por eso existen los aseguradores y existen en muchos países del mundo, son antipáticos porque muchas veces detienen el flujo de servicios por la exigencia de autorizaciones. Pero gestionan la los riesgos; conforman y auditan las redes de servicios; consolidan las cuentas médicas y aseguran la continuidad de los tratamientos. También ponen coto a los incentivos para los excesos de gasto de los hospitales y clínicas. No son simples intermediarios. Cuando amanezca y la plata no alcance vendrán los problemas.

Irónicamente del realismo mágico podemos pasar a la ficción cinematográfica. Cuando los informes de la Defensoría ya no registren miles sino millones de tutelas de pacientes, los gobiernos que estén tratando de solventar un estallido de sistema parecido al de Perú, terminen buscando en las entonces desaparecidas EPS, la solución al desastre de nuestro perdido sistema de salud. Sí, de ese sistema que nos protegió durante la pandemia.