El martes pasado Peniley Ramírez se demoró en salir de su apartamento en la colonia Roma Sur de Ciudad de México. Peniley, que tiene 30 años y es periodista de investigación de la cadena Univisión, se había quedado en la casa para tener una conferencia telefónica con su jefe y revisar con él unos documentos que pueden contener una importante revelación. Poco después de terminar la llamada el piso empezó a moverse. Primero de manera circular como si estuviera parada en el carrusel de un parque de diversiones. En ese momento pensó que tal vez un enorme camión había pasado por la calle, tan rápido que había alcanzado a sentirse en el cuarto piso. La tranquilizadora explicación desapareció en segundos cuando el piso empezó a moverse también hacia arriba y hacia abajo. No cabía duda, era un terremoto.Peniley sintió que su edificio se revolvía como si estuviera metido en una licuadora y comenzó a oír el ruido de las paredes quebrándose, las maderas crujiendo y los vidrios haciéndose trizas contra el suelo. Dejó al lado su computador portátil y con una fuerza descomunal -que no sabía que tuviera- levantó como si fuera una pluma un pesado sillón y se lo puso en la cabeza para protegerse.Puede leer: El testaferro de BustosMiró al balcón que daba a la calle, pero no se atrevió a acercarse porque pensó que en cualquier momento se podía desprender arrastrándola hacia afuera. Con la mano que le quedaba libre agarró el celular, activó la función de video y empezó a narrar lo que sucedía frente a sus ojos, con la secreta esperanza de que alguien llegara a verlo si ella no tenía la fortuna de sobrevivir.La grabación muestra su respiración alterada, pero también la decisión absoluta de registrar lo que pasaba frente a sus ojos. Como lo debe hacer un periodista.

Mientras grababa se dio cuenta de que estaba sangrando. El cristal que protegía su cuadro favorito se había astillado y sus fragmentos la habían herido en una pierna. Peniley, que horas antes se había despedido de su esposo y de sus dos hijos de 5 y 3 años, llegó a pensar que no los volvería a ver y caminó desesperadamente hacia la puerta del apartamento tratando de alcanzar la escalera de emergencia.La puerta había quedado aprisionada desde afuera. La llave no funcionaba. En su desesperación la partió dentro de la cerradura. Y solo entonces dejó de grabar para pedir auxilio a gritos.Le recomendamos: Esperando a IrmaUn vecino la oyó y también a gritos le explicó que trataría de subir hasta el cuarto piso donde ella estaba. Cuando llegó, se percató de que la puerta tampoco podía abrirse desde afuera y que era demasiado fuerte para romperla con las manos. Pasaron diez eternos minutos antes de que el hombre regresara con un hacha que le permitió abrir un hueco en la puerta. Un precario agujero por el que apenas cupo ella. Cuando por fin atravesó el umbral, se dio cuenta de que estaba descalza. El olvido le dolió segundos después cuando un clavo se le enterró en el pie derecho.

El vecino, con quien apenas se había cruzado el saludo hasta ese día, la cargó sobre la espalda hasta que llegaron a la calle porque ella no podía caminar por el dolor en el pie. Las heridas eran dolorosas, pero resultaron superficiales. Como pudo, se sacó de las piernas los vidrios y del pie un trozo de puntilla y siguió trabajando.Le sugerimos: Con su lado maduroContó, acezante, la historia de su vecindario demolido por el sismo.

Llamó a su esposo que felizmente estaba bien y recibió un mensaje de texto del colegio de los niños reportándole que nadie estaba herido. De hecho, luego, Jorge de 5 años le narró -a su manera- la experiencia del terremoto que ocurrió una hora después de un simulacro que habían hecho en la clase para saber cómo reaccionar: “Primero hicimos el ensayo y después vino el temblor”.El terremoto acabó con su apartamento que era lo único que tenían Peniley y su joven familia. Adentro quedaron los muebles que todavía deben, la colección de ediciones de El Quijote y un libro de poemas de Alejandra Pizarnik que añora. Lo más importante es que los cuatro están vivos y listos para volver a empezar.