En medio de la hipérbole que generó el plebiscito del 2 de octubre, leí una comparación en redes sociales entre las actuales marchas estudiantiles en Bogotá y otras ciudades colombianas y las “manifestaciones de los lunes” de 1989 en Leipzig, entonces parte de Alemania Oriental, justo antes de la caída del Muro de Berlín. El autor no se percata de que los alemanes orientales se movilizaron pacíficamente para exigirle una apertura democrática a un régimen autoritario y dominado por un solo partido; su añoranza, tras décadas de represión, era la oportunidad de poder elegir su propio destino libremente en las urnas, tal como hacían los alemanes al occidente de la frontera desde 1949. Es decir, los valientes manifestantes que se expusieron a las represalias de la temida Stasi en 1989 simplemente exigían la misma libertad política que ejercimos los colombianos al votar (o decidir no hacerlo) el 2 de octubre, cuando el presidente Santos nos convocó para tomar lo que él llamó "la decisión de voto más importante que cada uno de nosotros tendrá que tomar en toda su vida". Si los alemanes orientales exigían democracia, los organizadores de #AcuerdosYa, un lema pueril, parecen pedir que se desconozca el resultado de una elección democrática. Algo similar hacen los intelectuales biempensantes y políticos que, desesperados tras una derrota que nunca consideraron posible, buscan deslegitimar el resultado del plebiscito con extrañas referencias al clima o desdeñosos dictámenes acerca de la supuesta ignorancia y falta de sofisticación de la mitad de sus compatriotas. El 2 de octubre nos brindó “el Brexit colombiano” no sólo por el rechazo de una estrecha mayoría de votantes hacia el establecimiento, los medios de comunicación, la propaganda estatal, los supuestos expertos y las amenazas del gobierno: ¿recuerdan la inminente guerra urbana? También surgieron en Colombia, como en Gran Bretaña, las infantiles reacciones en contra de la democracia misma. Como sugiere Daniel Hannan, ¿no deberían los indignados aprovechar la oportunidad para declarar, como en el poema de Bertolt Brecht, que la ciudadanía, tras haber perdido la confianza del gobierno, debe ser disuelta y reemplazada? El Premio Nobel de la Paz para el presidente Santos, merecido por sus esfuerzos, no cambia el resultado del plebiscito. Tampoco cambia su significado. El premio es un espaldarazo más de otra instancia internacional con mucho prestigio pero con poco en juego en Colombia, tal como el Departamento de Estado de Washington, el FMI, la ONU y las demás burocracias foráneas que intervinieron en la política interna del país durante la reciente campaña. La mayoría silenciosa de votantes apreció sus consejos pero les dijo: "no, gracias. Podemos decidir nuestro futuro nosotros mismos". En cuanto a #AcuerdosYa, la insistencia en un acuerdo inmediato entre el gobierno y las FARC pese a los resultados del plebiscito es especialmente desatinada. Fue precisamente el afán del presidente por refrendar un texto firmado —cualquier texto, al parecer— antes de presentar la impopular reforma tributaria lo que lo llevó a hacer concesiones excesivas ante la guerrilla. Concesiones excesivas, como curules garantizadas en el Congreso, que el 50.2 % de los votantes rechazó el día del plebiscito. Como dice Cleopatra en la obra de Shakespeare, sobre todo los negligentes admiran la celeridad. La versión criolla: del afán sólo queda el cansancio. Más que celeridad, los jóvenes en sus marcha —y está muy bien que marchen— deben exigir un acuerdo que refleje no las utopías de la generación de 1960, sino la realidad de la violencia actual y reciente en Colombia, impulsada sobre todo por el narcotráfico durante las últimas tres décadas. Exigir la legalización completa de la marihuana como un paso concreto hacia el fin de la devastadora guerra contra las drogas en el país —paso que ya han tomado Uruguay, Canadá y varios estados en Estados Unidos— sería un excelente comienzo. * Editor del PanAm Post y miembro fundador de libertario.co