Supe que no me habían invitado a la boda del año cuando bajé por quinta vez a la portería a preguntar por la invitación, y, a cambio del papel repujado con membrete, el portero me entregó la edición de la revista Jet-set. Y ahí estaba: ahí aparecía el cubrimiento social más importante de 2015; el de la boda de la pequeña Valerie Mattos con un fotógrafo extranjero, gracias a la cual se movilizó a Saint-Tropez lo más encumbrado del establecimiento nacional. Y también los Mattos. Me veía integrado a esa exuberante puesta en escena que permitió a importantes invitados nacionales calarse una kipá, o gorrita judía, que lo mismo servía para entrar en sintonía con el ritual que para protegerse la calva durante la celebración al aire libre, y disfrutar de una invitación de cuatro días que incluía derecho a rumba en la Costa Azul, bata y babuchas de toallita y foto con Carmen Martínez-Bordiú, una socialité española que impregna de prestigio social a quien pose junto a ella. Y también a los Mattos. Pero las cosas no se me dieron, esa es la verdad, y rumié mi desconsuelo con la vana esperanza de que, a cambio de la boda, me invitaran al menos a uno de los cocteles que por esta época se celebran en diversas embajadas. Me explico: durante el mes que acaba de terminar, exministros, exprocuradores y todo tipo de personas eximportantes tamborilean con los dedos al lado del citófono a la espera de que el celador llame con la buena nueva de que llegó la invitación para asistir a la fiesta nacional de Francia, o de Estados Unidos, o, ya en situaciones de extrema tristeza, del Perú. Adelanté un estudio sobre este tipo de eventos que arrojó los siguientes resultados: a la fiesta de Estados Unidos nunca faltan Alfonsito López, Plinio Apuleyo y Pum Pum Espinosa. Reaparece una figura del pasado, como el general Serrano; sale en una foto un joven hipster con corbatín de colores, de apellido extranjero; un ‘exyuppie’ que pintaba para algún destino mediano en la política, pero se fue quedando, tipo Ignacio de Pombo, posa al lado de Munir Falah o de Vivi Barguil. En la fiesta nacional de Francia Jaime Castro estrena raya de tiza; mi tío Ernesto persigue canapés; Patrick Delmas y María Fernanda Cortés posan para los fotógrafos; hay un miembro de la familia Betancourt, ya sea Astrid, Yolanda Pulecio o el dummy de Juan Carlos Lecompte. A la llegada va saliendo Pum Pum Espinosa. Y a la salida va llegando Plinio Apuleyo, con retraso. A otras fiestas asisten quienes han trabajado la relación con el país anfitrión durante años y se merecen esa gala como nadie. A la de México llegan puntuales José Gabriel Ortiz; Ramiro Osorio; Plinio Apuleyo y Pum Pum Espinosa. A la de Brasil, Mario Galofre; Enrique Gómez Hurtado; Flavia dos Santos; Plinio Apuleyo. Y Pum Pum Espinosa. A la de Corea, los hermanos Mattos. Y Pum Pum Espinosa, pero ya sin Plinio Apuleyo: tampoco. La degradación máxima es el día nacional de la China, al cual asisten personajes cuyos cargos ya ni siquiera existen: exdesignados; exdirectores del Idema; excomendadores de la Corona. Saulo Arboleda. Víctor G. Ricardo. Marco T. Gutiérrez. Telésforo Pedraza. Y quien ocupe la dirección de la Cámara de Comercio, sea quien sea, pobre. Supuse, pues, que mi premio de consolación ante el desdén de los Mattos sería clasificar a algún ágape diplomático, pero en la misma revista constaté que ya habían sucedido. Y sin mí. Lleno de resentimiento, entonces, opté por montar en mi casa un evento propio: el día nacional de Congo. En el Congo no hay nada: solo calor, desigualdad, mosquitos. Pero quería medir la vocación de atención de los nuestros, su magnetismo ante el evento elegante, esa forma tan bonita de estar en todo. Monté, pues, la recepción en el garaje. Improvisé con cartulinas la bandera de Congo. Cociné consomé en una olleta, compré vino Sansón, contraté mesero. Y esperé. A los cinco minutos no cabía un alma. Se agolpaban en la puerta María Eugenia Rey, Alfonso Valdivieso, José Félix Lafourie. Fermín Santa María estrenaba foulard; Titina Pastrana e Irma Sus de Pastrana exigían paso; Vicky Turbay se echaba codo con Adelina Covo para ingresar de primeras. Era la fiesta nacional del Congo. Nadie sabía dónde queda el Congo, cuál es su capital. Y, sin embargo, el lugar estaba a reventar: Sergio Cabrera le relataba su próxima película a Alfonso Gómez Méndez, quien, a su vez, daba detalles de su programa presidencial a Andrés Hoyos, quien, a su turno, pedía fondos para su revista a Pedro Gómez. Manuel José Álvarez comparaba el color tornasolado de su pashmina con el tono capilar de Ana Marta de Pizarro. Junior Turbay perseguía al mesero. Uto Sáenz perseguía a Junior Turbay. Poncho Rentería le aflojaba el nudo de la corbata a un ministro mientras reía con ruidosas carcajadas. Ana Milena Muñoz se ofrecía a poner la música. Al final, cuando no quedaban invitados, llegó Plinio Apuleyo, retrasado, y me tuvo horas contándome anécdotas de Gabo: ¡quién estuviera en Saint-Tropez!, clamé; ¡quiero ser judío sefardí! No lo vuelvo a hacer. La próxima vez que busque figuración social, ahorraré para tomarme una foto con Carmen Martínez-Bordiú. O, por lo menos, con Pum Pum.