Una amiga bogotana que toda la vida vivió en la capital se trasladó a Santa Marta a finales del año pasado. Ella pasó los últimos años en el hielo de La Calera. Estando todavía allá arriba me escribió este correo: “Ayer salió el camión con el trasteo y hoy entrego la casita. Me da nostalgia”.

A los pocos días de llegar a Santa Marta me escribió: “Acá la nueva realidad es complicada. ¡¡¡Mucho calor!!! Creo que uno seacostumbra y lo prefiero al frío intenso. No me puedo quejar. Hay que adaptarse, pero no es fácil con dos perras que quiero mucho. La una, de 10 años, ahogada con el sofoco y su abrigo de pelos de labrador, y la otra, con ganas de salir brincando al monte y volver persiguiendo los gatos, sapos y todo animalito raro. Por fortuna sabe que a los pajaritos y las gallinas no los puede tocar. Mi nueva casa o apartamento todavía no la siento mi hogar. Queda en el Rodadero Reservado; tengo una vista lejana del mar y de una gran montaña donde nace un camino a la playa de Inca-Inca, por donde salen muchos caminantes por el cerro hasta llegar a esa playa que todavía no conozco. Por el otro lado, están los edificios roídos de la ciudad y, por el otro, una reserva de iguanas y la discoteca de La Escollera, que dicen que ahora es un restaurante, pero sigue siendo y sonando como discoteca. Y acá las fiestas vecinas son frecuentes y a todo volumen: ‘La costa es la costa’. Sigo acomodando cosas y ordenando, porque después no me acuerdo dónde están. Y acá no se tienen las comodidades de los sitios que conocía cuando venía de vacaciones. En fin, tengo que adaptarme a la vida común de esta ciudad: la gente es muy amable, los motociclistas corren sin casco y en contravía, las chanclas son mejores que las sandalias o los zapatos, el pelo se encrespa, a los perros hay que cuidarlos de las garrapatas, y el algodón es lo único que se soporta para medio vestir. Todo está listo para iniciar una nueva vida. Las perritas me obligan a salir desde las 5 a. m. por el ascensor. Por fortuna en este edificio no tienen aversión a los perros y a esa hora ya están saliendo algunos deportistas y caminantes por el cerro. Casi todo se pide a domicilio. Para mí, algo nuevo porque ese servicio no lo tuve durante seis años, pues en La Calera no tenía dirección. Me traen pescado fresco y rico y a buen precio: filete de róbalo o camarones deliciosos. Eso sí, ni loca voy a ir a comer pizza Vómito en El Rodadero. Estoy obligada a salir con las perritas por lo menos tres veces al día, incluyendo una caminata no muy larga para Lupe ni muy corta para Tina, la weimaraner, una bella cazadora. Todavía no sé cuál va a ser mi lugar en la casa para sentarme a trabajar, a escribir o a estudiar o para poder centrarme, relajarme y meditar para sanar todo eso denso que cargamos en la vida”.

Hace unos meses la amiga me escribió nuevamente: “Esta ciudad está llena de gente, el ruido no ha sido tanto como en diciembre. Intento crearme una rutina para no estar tan dispersa. Pero con el calor con frecuencia se me cierra la cabeza y no puedo pensar, leer, escribir. El aire acondicionado solo se puede prender muy poco porque la luz en la costa es carísima. Perdona mi quejadera”. Su e-mail más reciente fue este: “Acá es difícil escribir, el calor es agobiante y no deja pensar. Aunque la temperatura es de 32 grados, la sensación térmica es de casi 45. Pero, muy temprano, sí es agradable salir a caminar por el borde de la montaña de bosque seco, mirando al mar inmenso en un sector que se llama Puerto de la Luz. ¡Es muy lindo! Acá el tiempo pasa lento, pero el calendario pasa rápido. Ya llueve y se inundó uno de los parqueaderos y el ascensor. Lo del ascensor lo arreglaron rápido, pero lo del parqueadero no se sabe si la solución sirve... Hay que volver a esperar otro aguacero torrencial. Es difícil vivir en edificio y en la costa”.

Hace muchísimos años, un cachaco muy renombrado que vivió siempre en su casa de Chapinero, aun cuando fue presidente de la república, viajó a la costa. No se sabe en qué ciudad estuvo, pero dejó este trasunto de su visita: “Me asombró y me encantó la vitalidad, el empuje y la hermosura de la costa. Todo eso es admirable y caótico. Paisajes prodigiosos, política abominable e incomprensible, gente cordial y alegre, problemas graves en todos los rincones a los cuales casi nadie presta atención. Un alegre y ruidoso vivir inconsciente, sin acordarse del ayer ni pensar en el mañana”. Se llamaba Eduardo Santos. Algunas cosas no cambian nunca.