Desde el nacimiento mismo de la república hace más de 200 años, la principal columna sobre la cual se sostiene la democracia es, con toda certeza, la seguridad que brindan las fuerzas militares. Un país seguro y en orden es un país que progresa, que promueve la igualdad social, el desarrollo y, especialmente, la convivencia pacífica a sus conciudadanos. Cuando falla la seguridad y ronda el caos, todo funciona mal: la economía, las inversiones, el turismo, entre varias opciones.

Qué tiempos aquellos cuando los miembros del gobierno del cambio, desde la cómoda orilla de la crítica pertinaz, aprovecharon por más de 20 años cada revés, problema o coyuntura difícil en materia de orden público para atacar, acusar y desprestigiar el accionar de las fuerzas militares. Sus señalamientos iban más allá, creando un ambiente hostil e incluso de confrontación a cargo de integrantes de grupos violentos como la primera línea, que en las protestas de 2021 prácticamente incendiaron el país.

Como por arte de magia, proponían la solución a cada circunstancia especial, posando como expertos en estos sensibles temas. Ahora, después de más de dos años de gobierno, la situación no podría ser más patética. La cruda realidad de las cifras les ha estallado en las manos. La situación del país en materia de orden público es caótica como nunca antes. Una de las promesas que con mayor persuasión esgrimían era que antes de tres meses el ELN dejaría de existir como grupo insurgente. Hoy en día, continúa su arremetida terrorista contra la población civil, los oleoductos, secuestros y extorsiones; a pesar de estar en la mesa de negociaciones, su radicalismo —al igual que sus pretensiones— se acentúan, como es el caso de exigir el cambio del modelo económico del país, dicho de otro modo, está dejando pasar de largo una nueva oportunidad de paz.

Esto corrobora que una cosa es criticar y otra diametralmente opuesta es gobernar bien para cumplir la palabra empeñada. Las estadísticas que manejan el Ministerio de Defensa Nacional y la Policía Nacional, con fecha de abril de 2024, indican que el país está inundado por estructuras ilegales. A diario Colombia es testigo de hechos violentos y terrorismo generalizado de parte del ELN, disidencias de las Farc, grupos de autodefensa como el Clan del Golfo, Caparrapos, Puntilleros, Rastrojos, grupos regionales como los Pelusos y algunas bandas delictivas en Buenaventura, Quibdó, Mocoa, Bajo Cauca antioqueño, entre muchas otras.

De estas estructuras ilegales, solo el ELN y algunas de las llamadas disidencias de las Farc conservan una ideología revolucionaria con alguna vocación política. Las demás son simplemente estructuras criminales ubicadas estratégicamente en sitios donde predomina el negocio del narcotráfico, la minería criminal, la trata de personas y la extorsión; cada cierto tiempo cambian de nombre, pero su actividad criminal es la misma.

En este accionar criminal, vemos el aumento sistemático de masacres, asesinatos de líderes sociales, atentados con explosivos improvisados, empleo de drones cargados con explosivos, en una guerra intestina por vendettas al interior de las mismas estructuras criminales y donde también debe actuar, por supuesto, la Fuerza Pública, esta sí con estricto apego al respeto de los derechos humanos. Dicho más claramente, el país enfrenta hoy en día una guerra híbrida.

Por definición, la guerra híbrida, a diferencia de una guerra tradicional que se basa principalmente en la fuerza convencional, utiliza una mezcla de métodos para crear confusión, erosionar la estabilidad interna de un enemigo y debilitar su capacidad de respuesta. Su intención final es la subversión política y económica para influir en los procesos políticos, elecciones o erosionar la economía para debilitar su capacidad de resistencia.

Es en este escenario que las fuerzas legítimas del Estado actúan hoy en día. Un enemigo, la mayoría de las veces invisible, que rehúye el combate convencional, que se escuda en la población civil para realizar múltiples atentados con explosivos improvisados, motobombas, carrobombas como los de Jamundí, la voladura del oleoducto Caño Limón-Coveñas empleando drones en Arauca, el reciente ataque a un elemento de combate fluvial de la Armada Nacional en Timbiquí, y la masacre de 12 personas en López de Micay, también en el Cauca, sólo por nombrar algunos de los más recientes. Lo más grave es que, con el tema de la paz total, todos estos grupos criminales se sienten intocables porque saben que la Fuerza Pública no puede actuar como debería, ya que probablemente afectaría las mesas de diálogo y es mejor evitar problemas legales o disciplinarios.

Pareciera que esta convergencia destructiva, sinónimo de la tormenta perfecta, fuera creada a propósito, por falta de voluntad u omisión del gobierno, para que los delincuentes ocupen la mayor cantidad de territorio, asegurando así la compra de votos o, lo más grave aún, el voto obligado, de cara a las elecciones presidenciales de 2026.

Desde mi punto de vista, el gobierno del cambio fue irresponsable al relegar la seguridad; pudo más sus ansias revanchistas dizque para combatir con una supuesta corrupción al interior de la Fuerza Pública, maniatándola y, lo peor, desmoralizándola. Lo que no calculó bien fue que, en materia de seguridad, la norma siempre exige ser riguroso y desconfiado. Se habla que estamos retrocediendo aproximadamente 20 años, y volver a ganar la iniciativa táctica y el control de los territorios va a costar mucho sudor y sangre a nuestros héroes de la patria.