Este año, como casi todos los años, comparto con mi familia extendida el ritual de la novena navideña. Estuve acostumbrada a soportar los incomprensibles párrafos de las consideraciones a cambio del placer de recitar de memoria las oraciones de todos los días y cantar animadamente, y más bien desentonadamente, los villancicos. A medida que me convierto en uno de los adultos que están en la reunión, he decidido poner más atención a las consideraciones para pensar en el efecto concreto que este ritual pueda tener entre nosotros.
Este año me ha llamado la atención la idea de que el mayor sacrificio que hizo dios para nuestra salvación fue hacerse niño. Como niño, dice la consideración del día cuarto, renuncia a su capacidad de decidir y controlar su vida para ponerse en manos de otros: “Aceptaba con resignación el estado en que se hallaba conociendo toda su debilidad, toda su humillación, todas sus incomodidades.”
Y sigue diciendo: “¿Quién de nosotros quisiera retroceder a un estado semejante con el pleno goce de la razón y de la reflexión? ¿Quién pudiera sostener a sabiendas un martirio tan prolongado, tan penoso de todas maneras?”. Aunque el propósito explícito del texto es mostrar el tamaño del sacrificio divino, creo que este énfasis en las incomodidades, la indefensión y la humillación que implica ser niño es una oportunidad para reflexionar sobre la manera en la que pensamos en la infancia.
Sería bueno si estas celebraciones nos sirven para aprender que las incomodidades, la indefensión y humillación de los niños no son “naturales” sino el resultado de nuestra renuencia a reconocer sus derechos y tratarlos con la dignidad y cariño que se merecen para que, por el contrario y por fin, la niñez pueda ser gozo y felicidad.
La idea de que la niñez es una etapa de incomodidad, indefensión y humillación contrasta fuertemente con otra que circula entre nosotros y es que la niñez es ligereza, despreocupación y dicha. Esta segunda idea funciona tanto para recriminar a los niños y niñas, como para expresar nostalgia por el pasado en el que no teníamos preocupaciones ni responsabilidad. A los niños y niñas se les dice: “usted no entiende porque no tiene que conseguir el dinero o pagar cuentas”, “usted no sabe porque todo lo que hace es perder el tiempo y divertirse”. Algunos adultos insisten en que es una carga pesada la de tomar decisiones y velar por si mismos; preferirían “seguir siendo niños”. Ambas actitudes desconocen lo que el autor de la novena quiere enfatizar y es que estar en manos de otros es, en si mismo, oneroso. El costo de que otros tomen decisiones y se hagan cargo es exponerse al abuso y la explotación, o como dice la novena, a la incomodidad, la indefensión y la humillación.
Las cifras sobre maltrato infantil subrayan la imagen de la niñez que aparece en la novena. De acuerdo con los estudios de la Organización Mundial de la Salud, alrededor de una cuarta parte de los habitantes del planeta admite haber sido víctima de maltrato físico antes de cumplir 18 años. Una quinta parte de las mujeres, además, admite haber sido abusada sexualmente, así como lo admiten uno de cada trece hombres.
De acuerdo con los datos sobre Colombia recogidos por el Ministerio de Salud en 2019, nuestra realidad es aún más cruda: 41 % de los encuestados admite haber sido víctima de alguna forma de violencia; el 37,5% de los niños hombres han sido sometidos a violencia física y el 26, 5 % de las niñas mujeres lo han sido también. El riesgo de ser maltratado aumenta cuando se trata de niños y niñas entre 1 y 4 años o adolescentes, así como en los casos en los que se trata de embarazos no deseados y niños con alguna discapacidad, nos dice la Organización Mundial de la Salud. Entre las consecuencias de largo plazo de este maltrato se encuentran la depresión, la obesidad, el abuso de sustancias y la reproducción de la violencia como victimarios o como víctimas.
Me parece que es difícil insistir en la nostalgia de la infancia cuando la realidad de la infancia es el maltrato. Pero también sería raro que siguiéramos pensando que este maltrato es de alguna manera inevitable o natural. De una parte, porque hoy sabemos que la dependencia es parte de la vida de todos y todas. No solamente entendemos que todos hemos sido niños alguna vez, sino que esta dependencia se repite en la vejez y las situaciones de discapacidad. En un sentido profundo, la dependencia es parte de la experiencia cotidiana de todos: en las complejas sociedades en las que vivimos necesitamos de otros para comer, tomar agua, movilizarnos, hasta para dormir. El mercado, y en ocasiones el Estado, coordina nuestras acciones para poder sobrevivir y lograr un bienestar mínimo. Si es cierto que todos somos dependientes y que las diferencias son solamente de grado, tendríamos que ser más sensibles al daño que puede asociarse a la dependencia. De otra parte, entendemos que la dependencia misma no es un daño; no es humillante ser niño o niña, la humillación es que esta situación sea abusada por otros.
Tampoco es necesariamente una fuente de incomodidades, puede serlo si quienes nos rodean no asumen su compromiso ético en relación con nuestra dependencia. La figura a través de la cual hemos resignificado la dependencia de los niños y niñas para darle una dimensión ética es la de los derechos.
La Convención de los Derechos de los Niños fue aprobada en noviembre 20 de 1989 en el seno de las Naciones Unidas. En la actualidad, 196 países han ratificado la Convención. El cambio no es irrelevante, pero lamentablemente no ha sido suficientemente incorporado en nuestras creencias y prácticas. La Convención resalta que los niños tienen los mismos derechos civiles de los adultos y subraya que los niños y niñas deben ser escuchados en la toma de decisiones que los afecta.
En lugar de pensar que la infancia es una etapa “perdida” para la conciencia y que los niños no saben ni entienden, la Convención insiste en que los niños y niñas tienen ideas propias, opiniones y deseos. Aunque nuestra relación con ellos está marcada por el deber de protegerlos y formarlos, este es un deber que no puede desconocer que ellos ya son humanos y ya tienen conciencia. La diferencia más importante con la manera en la que los adultos ejercen los derechos es que, en el caso de los niños, hemos dispuesto unos intermediarios con el fin de garantizar su desarrollo.
Sería significativo si esta Navidad logramos entender que la humillación y la incomodidad no están en la dependencia sino en que otros abusen nuestra dependencia. Sería transformador si nos tomamos en serio los derechos de niños y niñas y nos encaminamos a su protección. Escucharlos, entenderlos y aceptarlos como son es el primer paso para este proceso. Podría ser el camino a una feliz Navidad.