Gonzalo Sánchez señala en su libro Guerras, memoria e historia, que mientras el acontecimiento es el objeto privilegiado de la historia, la huella lo es de la memoria. Es decir, aunque la memoria se sirve de los acontecimientos, no se centra en ellos como dato fijo. Se centra más bien en “las huellas de la experiencia vivida, su interpretación, su sentido o su marca a través del tiempo”. La memoria, plural y susceptible de cambio, atañe a la “impresión” del pasado que recordamos, sobre el presente. Esta distinción permite hacer una lectura más completa de los episodios de violencia vividos en el pasado, entenderlos como proceso y diseñar las acciones necesarias para cerrar la caja de Pandora de la violencia. En otras palabras, sirve para identificar los efectos sociales de la guerra y cortar con su legado. La sociedad colombiana recuerda por estos días el asesinato de Luis Carlos Galán, destacado líder político y ser humano de cualidades éticas admirables. El acontecimiento, su asesinato, se rememora con mayor o menor detalle en los diversos especiales que se trasmiten por televisión. Sus discursos e ideario son también motivo de remembranza. Sin embargo, han quedado en los márgenes las consecuencias de su ausencia para el presente. Esto se debe, tal vez, al hecho de que es difícil de precisar cómo lo que no pudo hacer Galán afectó la configuración del orden social y político actual. Pero, no obstante la dificultad de precisarlo, puede aventurarse un efecto: la desestructuración del Nuevo Liberalismo como fuerza política fue condición necesaria para que las organizaciones criminales mafiosas y sus aliados políticos hiciesen el tránsito hacia la legalidad y se enquistaran dentro del Estado. Es decir, el vacio dejado por Galán es un hecho determinante para que las élites emergentes híbridas, con un pie en la ilegalidad y otro en la legalidad, gobiernen hoy. En las psiquis colectiva los múltiples homenajes que se le rinden hoy pareciesen ser la añoranza a algo que pudo ser y no fue. El duelo es por Galán, pero también por el proyecto de sociedad que enterramos con él. El episodio pasó, las huellas, aunque difícilmente precisables en muchos sentidos, sabemos que perduran. Pero no ha sido Galán el único que ha caído en la violencia a gran escala que se produce en el país desde hace más de cuatro décadas. Han sido también miles de líderes cívicos y populares, partidos políticos enteros como la Unión Patriótica con sus miles de militantes exterminados (asesinados con tal sistematicidad que parece ser incluso un genocidio político) y tantos otros civiles organizados. Un ejemplo: según cifras del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos entre 1996 y 2005, en Barrancabermeja, del total de muertes directas de conflicto que se presentaban anualmente, el 30 por ciento correspondían a civiles organizados política y socialmente. ¿Qué efectos tiene la desaparición, por cuenta del asesinato selectivo, de miles de personas constructoras de proyectos de sociedad y de Estado específicos? En este momento no lo sabemos, pero sí sabemos, como con Galán, que hubo unos proyectos sociales y políticos negados a través de la violencia sistemática y gran escala. Así mismo sabemos que hubo otros que se promovieron a través de la violencia y que hoy gozan de ventajas, derivadas del exterminio o la coacción, en el campo de las luchas sociales y políticas. En un contexto donde la violencia letal directamente asociada al conflicto armado está disminuyendo, la pregunta planteada, aquella que apunta a identificar las huellas de la violencia sobre la sociedad actual, adquiere aún mayor relevancia. Hoy vivimos en una sociedad constituida por los legados vergonzantes de la guerra: gobernada por los victimarios o sus aliados utilitaristas, y moldeadas las fronteras sociales y las conductas por sus proyectos sociales y políticos necrofílicos. La lucha por el futuro es pues la de detener la violencia, claro está, pero también la de desestructurar esos proyectos que se auparon en la violencia para desarrollarse y en discriminar afirmativamente a aquellos que fueron sistemáticamente negados por una violencia selectiva y a gran escala. En suma, necesitamos comprender mejor como nos ha transformada la guerra, de tal forma que podamos aislar y cortar con sus legados vergonzantes: los órdenes sociales autoritarios y los poderes mafiosos que hoy nos constituyen como sociedad. Esos órdenes que no desaparecerán tan sólo porque recordemos los acontecimientos que les sirvieron de punto de partida o porque dejen de repetirse los episodios de violencia. De la misma forma que no nos sirve de nada acordarnos del ilustre ejemplo de vida de Galán si las mafias que combatió, hoy nos gobiernan. * Andrés Vargas es politólogo e investigador del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) y del Observatorio colombiano para el desarrollo integral, la convivencia ciudadana y el fortalecimiento institucional en regiones fuertemente afectadas por el conflicto armado (Odecofi)